«Allá donde hay que escoger entre la cobardía y la violencia, yo aconsejaría la violencia». Quien firma esta sentencia no es un aguerrido mando militar, ni un notorio pendenciero, sino Mahatma Gandhi (La doctrina de la espada), tal vez el mayor ideólogo y practicante de la no violencia de nuestra era. Algo pasa con la cobardía, porque de ella ya no se habla. Como ha estudiado el profesor Chris Walsh mediante la herramienta Google Ngram, las menciones textuales de «cobardía» («cowardice») eran en 2008 hasta seis veces menos frecuentes que en 1800. Y ello a pesar de ser un comportamiento humano universal e imperecedero, de modo que ese progresivo silencio que la ha convertido en oscuro secreto debería ponernos en guardia.
Conviene aclarar que el miedo y la cobardía no son la misma cosa. El miedo es una emoción, una respuesta fisiológica necesaria ante el peligro: las pupilas se dilatan para captar más información, los ojos se mueven a gran velocidad para escanear la situación, se ensancha la cavidad nasal para captar más oxígeno, el corazón bombea más rápido. La utilidad evolutiva del miedo está fuera de toda duda. La cobardía, en cambio, es un comportamiento, y, como tal, es opcional, y se aprende, como su opuesto, la valentía. Con los límites que marca nuestro temperamento —más amplios de lo que solemos admitir—, uno elige o no hacerse valiente y se prepara o no para ello. Sirva esto para recordar que es una pamplina lo de educar en valores, porque los valores no existen, sólo son abstracciones o descripciones de comportamientos. Mejor antes que después deberíamos acabar con la educación en valores y pasar a la educación en conductas.
Solíamos llamar a las mejores conductas «virtudes», y, como explica la poeta Maya Angelou, «sin coraje no podemos practicar ninguna otra virtud con consistencia, no podemos ser amables, verdaderos, misericordiosos, generosos u honestos», porque, turno ahora de C. S. Lewis, «el valor es la forma de todas las virtudes en su punto de prueba». Igual, pero en sentido contrario: no hay mayor vicio (¿se puede hablar todavía de vicios?) que la cobardía. Como el mundo no es un parque de atracciones, y está lleno de miserables sumamente peligrosos, la valentía sigue siendo la madre de todas las virtudes. Y no sólo en las situaciones extremas, como antes la pandemia y hoy Ucrania han demostrado; también es el meollo de la civilidad en su registro corriente, por ser el aspecto central de la confianza, que es a su vez la médula de todas las relaciones y sociedades sanas.
Hay muchos aspectos de la valentía que son imperecederos: la importancia de hacer lo debido; su naturaleza emocional y cognitiva, que hace de ella un resorte; su orientación al bien; etcétera. Pero es cierto que, como cualquier aspecto de la humanidad, ha evolucionado. Lo principal que ha ocurrido en este sentido, y es motivo de gozo, es que ya es del todo indistinguible entre ambos sexos; y así, por ejemplo, hoy se espera que la persona amada nos defienda hasta el límite de sus posibilidades físicas, sea mujer u hombre. Sin eso, nadie puede decirse amado; la cobardía es uno de los destructores del amor de los que apenas se habla —tal vez porque no encaja en First Dates, una película de sobremesa en Antena 3 o en un reguetón al uso—, cuando todo el mundo sabe lo difícil que es amar a quien no se admira, y que no se puede admirar a un cobarde.
Ni que decir tiene que todos nos hemos comportado alguna vez o muchas cobardemente; la mentira, por ejemplo, es una modalidad de cobardía muy corriente. Aquí la cuestión, para saber si uno es un cobarde, es doble: la proporción de nuestras conductas teñidas de cobardía y lo señalado de las ocasiones. En cuanto a lo primero, es cobarde quien con frecuencia se comporta de esa manera, de forma que podemos decir que es algo que lo caracteriza. Pero, en segundo lugar, hay un rasgo especial de la cobardía y de la valentía, y es que se miden especialmente en las ocasiones graves. En los por algo llamados «momentos de la verdad» no hay vuelta de hoja, y por eso hay un tipo llamado Ignacio Echevarría al que siempre se le harán pocos homenajes.
Creo que si hoy el bullying es un problema enorme no es sólo porque ahora se denuncie y antes no se hiciese, sino porque hay más cobardes que nunca. Las razones para la extensión de la cobardía son varias: la vida virtual, con sus avatares y sus anonimatos; que ser valiente se haya marcado como machista, cuando cualquiera sabe que hay tantas o más mujeres valientes que hombres; el siniestro imperio de lo políticamente correcto y otras. El caso es que hoy hay algo que apenas había cuando yo era joven: hay manadas que violan, y algo llamado «la caza del pijo», hienas que rodean a quien está solo y lo agreden. ¿Ha visto West Side Story? Eso es lo que había antes, bandas que se citaban para pelearse. No era algo de lo que enorgullecerse, pero era mil veces mejor que estos actos de indigna cobardía actuales, tan estomagantes.
Algunos de los problemas más acuciantes de nuestra sociedad tienen que ver con que nos falta pundonor, con que somos débiles (que no vulnerables, pues eso lo somos todos). Se habla mucho últimamente de enfermedad mental, y estoy de acuerdo en que es un importante avance desestigmatizarla. Pero no escucho nunca decir que una de las maneras más claras de reducir el consumo de ansiolíticos y las tasas de suicidio es hacernos más fuertes, más valientes. ¿No le parece demencialmente demagógico que quienes dicen que «en realidad todos padecemos alguna enfermedad mental» propongan que el Estado sufrague el remedio? ¿Vamos a pasar en un suspiro de ningunear esta noble profesión a que cada español tenga asignado un psicólogo de oficio? Va siendo hora de combatir la cultura del trauma y la medicalización de la ética —es decir, del carácter—, y acompañar las necesarias medidas de justicia social de una re-responsabilización de la ciudadanía. Claro que existen traumas psicológicos, algunos de los cuales afectan incluso físicamente al cerebro; pero son muchísimos menos de los que hoy, renegando de nuestro deber de construirnos, consideramos.
Gandhi hacía esta reflexión en su tiempo: «Preferiría que la India recurriese a las armas para defender su honor a que tuviera que convertirse o seguir siendo testigo cobarde e impotente de su deshonor». Entre el deshonor y las armas, el mismísimo Gandhi lo tenía claro. Nosotros, en cambio, tenemos que sufrir en nuestro suelo a algún que otro exgobernante pidiendo a los ucranianos que, por su bien y por el de todos, se rindan. Es esta gente que en su juventud cantaba el Himno del Quinto Regimiento y colgaba en su adolescente cuarto carteles de la División Líster; pero claro, no es lo mismo jugar al videojuego Guerra Civil 2.0 que darte de bruces con una guerra de veras con personas de carne y hueso que luchan por sus casas, sus familias y su tierra. Pero hagámosle mejor caso a Virgilio, que cuando en el infierno Dante le pregunta por segunda vez por los cobardes, le corta: «No hablemos más de ellos».
La irrupción de la guerra en el corazón de Europa, con su capacidad para despejar boberías y poner las cosas en su sitio, nos ha devuelto el espectáculo del valor en su expresión más intensa y dramática: las mujeres y los hombres ucranianos, el presidente Zelenski y Olena Zelenska, la primera dama. El caso Zelenski es muy significativo: resultó que había un león en el payaso. El presidente ucraniano es un grano en el culo de los mediocres y los cobardes (no son conjuntos distantes, sino más bien concéntricos), porque recuerda lo tonta y rápidamente que prejuzgamos y lo al alcance de todos que están los comportamientos ejemplares. Como dice el León en El Mago de Oz: «¿Qué convierte en un rey a un esclavo? ¡El coraje!». Que estos ejemplos aún calienten el corazón de muchos, incluso en la atribulada Europa y en un mundo que la posmodernidad ha empobrecido y desnortado, es un formidable motivo para la esperanza.
David Cerdá acaba de publicar Ética para valientes. El honor en nuestros días, Madrid: Rialp, 2022