Confiábamos en que, después de aquel 7-5, Rafa levantara aquel partido del Open de Barcelona. Pero no fue posible: 6-1 a favor Álex de Miñaur. Unos días después, en el Open de Madrid, Nadal cayó ante Lehecka: 7-5, 6-4. Pero no calló el público, que despidió con entusiasmo a nuestro mejor tenista, que apenas pudo contener la emoción. Estos días pasados, en Roma, Hurkacz no le dio opción a jugar un tercet set. El público volvió a aclamar al héroe abatido.
Se me ocurrió comentar en casa que no entendía este final de Rafa, a quien tanto admiramos. Que me resultaba penoso comprobar cómo, aunque quisiera, algunas bolas ya no podía pelearlas como antes (él, que no lo ha habido más luchador). Que sentía algo parecido a la lástima cuando veía que, por más que se esforzara, ya no podía darle la vuelta a los partidos (él, que tantos break point ha vuelto del revés, desafiando esa ley de la gravedad que es el desánimo). Que quizá hubiera sido mejor un adiós hace un par de años, victorioso por decimocuarta vez en Roland Garros.
Mi comentario fue contestado de inmediato. Mi hija L., que se sabe mejor la clasificación de la ATP que la tabla del 9, me reprendió severamente: «Ay, no estás entendido nada». Y luego se explayó.
Lo que pasa es que, con esas derrotas —y no a pesar de ellas—, Rafa vuelve a explicarnos en qué consiste el tenis. No se trata de exhibir el poderío, la bravura o el músculo victorioso. La cuestión es más profunda. Se trata de dar siempre la batalla, de pelear todo cuanto se pueda, hasta el final. Ganar o perder es, en el fondo, accesorio. Lo valioso es lo valeroso. En ese tour de force (que acaso concluya en París), el héroe llega a su cima. El héroe se reconoce mortal. Al mostrar su talón vulnerable, el héroe se hace cercano y posible.
Ni supe ni quise devolverle el resto a mi hija. Tenía toda la razón. Sólo un imbécil —yo, para qué ir más lejos— confunde la gloria con el éxito. Recordé además la canción de Drexler: “Aquiles por su talón es Aquiles”. Y cambié Aquiles por Nadal, y así, en mi pensamiento, a Rafa le devolví todo el honor que merece. Y luego pensé en esa manía tan contemporánea de no querer más que el triunfo a toda costa, el aplauso perpetuo, los titulares anchos. Si no ganas, no molas; y, cuando pierdas, te olvidaremos. Puag.
Nadie sabe qué sucederá en este Roland Garros. Y es bueno que sea así, porque el resultado ya no importa. Si gana Rafa, lo celebraremos; y, si pierde, no habrá perdido. Porque ni en el tenis ni en la vida (un tie-break de un Grand Slam) importan los números fríos de un marcador. Lo que vale es el esfuerzo sostenido desde el fondo de la pista, el afán de sobreponerse cada vez que nos meten un passing.