Algunos esperan del Rey Felipe un discurso en los balcones de La Zarzuela, una rasgada de las vestiduras en el Canal 24 horas. Acaso un corte de mangas o un tricornio en la Carrera de San Jerónimo. Eso me parece intuir después de algunas declaraciones tras la firma de la ley de la amnistía. No es que yo esté a favor de esa infame norma y ni mucho menos pretendo ahora impostar un monarquismo que nunca ha sido mío, pero pienso que quererlo todo nos lleva a nunca conformarnos con nada.
Lo cierto es que en España jamás hemos sido de mínimos. La política es una enmienda a lo sensato —que suele ser lo poco— en favor de un todo que, hasta el momento, yo he sido incapaz de atisbar. Aquí o se logra la pureza radical o que nos cuelguen de los cadalsos, como si la santidad fuese algo tan pobre como la impecabilidad, como si una página del BOE pudiese acabar con una nación milenaria. Y todo lo que veo a mi alrededor, esos poquitos, me hacen pensar lo contrario.
Me conmueve saber que al atardecer de la vida a mí me examinarán del amor y lo harán en una balanza que tiene debilidad por los mínimos. El cristianismo es una fe de mínimos precisamente porque es una fe humana y una mueca hacia arriba merece tanta redención como una sonrisa hiperbólica. Y una firma algo tibia también la mercería como un discurso desde la azotea del Palacio Real. Dios se conforma con poco y no veo motivos para que nosotros no nos apuntemos a esta lógica.
Con sólo un poquito se conformó Jesús ante el discípulo que sostuvo su Iglesia. El amado lo recoge con ternura: «Pedro, ¿me amas?». Ante lo que el pescador sólo pudo responder, por tres veces, un simple «te quiero». Al «¿Me agapás?» de Cristo, Pedro respondió un ridículo «¡Te fileo!». A la pregunta que vertebraría su vida y también, ay, su muerte, Pedro se reconoció limitado, incapaz del amor, rehén del querer. Por eso no veo motivos para pedir a Felipe VI algo que ni yo mismo soy capaz. Ojalá nos conformemos con sólo un poquito.