A veces la mirada se desliza sobre el perfil de las cosas con un cautela no exenta de rigor y de cálculo, con un metódica voluntad de exploración que se anticipa a lo imprevisto. En nuestras incursiones cotidianas a los lugares que la familiaridad parece haber despojado de todo vestigio de misterio, allí donde la rutina ha obrado con implacable diligencia, desposeyendo a las personas y a los sucesos de esa leve costra de impermeabilidad que los vuelve extraños y distantes, invulnerables a la curiosidad ajena, todavía hay zonas de sombra en las que sólo es posible adentrarse recurriendo a los dones de la imaginación. Cuando todo nos parecía transparente, fijado por el tiempo y aprendido de memoria a través de meses o años de meticulosas repeticiones, de frecuentar fatigosamente los mismos lugares y de reconocer en cada uno de los rostros que desfilan frente a nosotros los mínimos estragos con que el paso de los días los va castigando, cuando nuestras vidas parecían condenadas a una monótona confirmación de paisajes, gestos, caras y conversaciones, justo entonces descubrimos algo que nos hace reaccionar, que nos sobresalta y nos alerta contra la dócil tentación de sucumbir a lo aparente.
No hay duda: cada una de las vidas que vemos pasar a nuestro lado contiene la posibilidad de una historia o la evidencia de un símbolo. Prevenido por el recuerdo de esa convicción, uno se acostumbra a mirar a su alrededor con una especie de tranquila avidez que no desdeña ningún detalle. En el autobús o en la cola del supermercado, en medio de la atmósfera asfixiante de algún local nocturno, en el sopor confortable y mullido de una de esas cafeterías donde la gente conversa casi en susurros, donde abres la puerta y escuchas, agradecido, ese murmullo despreocupado de voces que tiene algo de rumor subterráneo, de bálsamo milagroso contra la soledad, también allí, inevitablemente, la mirada sigue acumulando indicios y, poco a poco, sin que apenas intervenga la voluntad, uno va imponiendo a los demás sus propias mentiras, intentando imaginar desde la distancia enigmas que probablemente nunca hayan existido, inmiscuyéndose en sus vidas sin otro argumento que las figuraciones caprichosas que le depara su propia imaginación.
Porque sólo a través de la imaginación le está a uno permitido sumergirse en la conciencia de los hombres y mujeres con los que se cruza cada día, reconstruir su existencia, imponerles un pasado, conjeturar para ellos un futuro más o menos verosímil. Y es precisamente esa misma voluntad de saber la que nos condena a la literatura y al cine, a habitar con plenitud en las vidas de otros seres aun a sabiendas de que, en definitiva, no se trata más que de una simulación y un juego. En los libros y en las películas busca uno descubrir eso que Onetti llamaba «el alma de los hechos», una verdad que llega mucho más allá de lo que nos muestran las apariencias y que, en ocasiones, nos consuela de la desdichada sensación de encontrarnos solos y perdidos.
Aprovechándose del afán común de conocer otras vidas, hace ya demasiados años que esas luminarias de la civilización contemporánea que son los creativos de la televisión idearon un lucrativo muestrario de engendros donde, en grados diversos de zafiedad, la curiosidad se pervierte hasta degenerar en lo simplemente obsceno. El roce de las vidas de los otros, el sigiloso rumor de las presencias que se pasean a diario frente a nuestra mirada, silenciosas, anónimas, enaltecidas por la misma penumbra que las cobija, se convierte de golpe, cuando cruzamos de paso por alguno de esos canales infectos, en un encadenamiento de banalidades, en un insulso repertorio de individuos que no tienen el menor recato en airear sus íntimas suciedades y verbalizar sus sentimientos más obvios o sus anhelos más recónditos ante el ojo impúdico de la cámara.
Urge entonces, cuando el desánimo y la vergüenza ajena empiezan a abrumarnos, limpiar los sentidos de tanta estridencia inútil. Puede uno entonces aliviar su mirada y recobrar un poco de su pureza primigenia recordando que las cosas verdaderas suceden casi siempre en penumbra: en la acogedora intimidad de una sala de cine, por ejemplo; alrededor de la mesa de un café en el que varias personas charlan; en el interior de un cuarto cerrado donde alguien, a solas, lee o escribe en silencio.