La suprema alegría de tener hijos, la cima existencial que supone criarlos, la dignidad humana que nos otorga el siempre inmerecido e inquebrantable amor de un niño, en definitiva, todas y cada una de las certezas antropológicas más autoevidentes van camino de convertirse en verdades de catacumba, tan impronunciables a viva voz como hirientes. Sectores cada vez más ingentes de población a quien nuestro Occidente ilustrado ha esterilizado por vía cultural —cuando no física— y persuadido de que sustituyan a sus inexistentes proles por mascotas también esterilizadas se muestran incapaces de comprender como alguien pueda querer tener hijos en vez de mantenerse eternamente en modo adolescente para poder «autorrealizarse». Estamos ante una lucha civilizatoria, travestida de simple batalla cultural, entre los principios humanos que sitúan al niño en el centro del mundo —centro también para aquellos que no han querido o podido ser padres pero son vecinos, tíos, padrinos—, y la doctrina poshumana que encuentra en la esterilidad voluntaria motivo de orgullo y en las mascotas un cruel antídoto contra la soledad.
Inmersos en esta guerra sorteamos una balacera de propaganda niñófoba que convierte la maternidad en pesadilla (Cinco Lobitos de Ruíz de Azúa), pide un apartheid para los niños (Contra los hijos de Meruane), reclama el derecho a arrepentirse de haber tenido hijos una vez alcanzada la mediana edad, aun cuando quien lo hace asegure amarlos a muerte (Maier), o exige que los padres paguen a las abuelas por cada hora en las que estas cuiden a sus nietos (Anna Freixas).
Todo esto se llama progreso moral de Occidente. Lo pude comprobar hace un par de semanas, cuando al limpiar la cocina decidí poner de fondo en la tele First Dates y me encontré como invitadas a una elegante señora colombiana de setenta y siete años y a su hija de cuarenta y cuatro, quien además de ser madre y de lucir un físico arrollador que aglutinaba lo mejor de Shakira y de la Beatriz de Petrarca, era también abuela. Tras presentarse como católicas, estas dos mujeres pudieron experimentar de primera mano la degeneración de la cultura europea al contrastar sus humanos ideales con los nihilistas modos de vida de sus dos citas. Por una parte, un hormonado italiano entrado en la treintena que, aún a pesar de conservar un ímpetu sexual tan sano como desgarbado, creía tener quince años y no paraba de repetir, ante el escándalo de la deidad colombiana, que quería salir de fiesta y que era muy joven para tener hijos. Por otra parte un anciano español que se quejaba de lo vieja que era su cita y que repetía como un loro petulante ante la dama caribeña que era ateo, aunque no fuese un ateo que como C Tangana mostrase su cercanía a la divinidad bailando con Nathy Peluso en el ábside de la catedral de Toledo, sino un hombre solo, huraño, consumido por una ideología alejada de cualquier radical defensa de lo humano que pudiera haber tenido el ateísmo en otros contextos o circunstancias.
No puede evitar, entretanto, consultar los mensajes y alertas de mi móvil. Un amigo me enviaba unos tweets sobre la teoría del gran reemplazo y una amiga me hacía llegar un video de Roberto Vaquero hablando sobre la destrucción de Occidente a manos de la cultura islámica. Me dije a mí mismo que sí, que es innegable que el multiculturalismo es un arma de aniquilación civilizatoria y que la inmigración masiva es una sádica maniobra de las élites para extirpar de todo arraigo y dignidad a nativos y a inmigrantes que trae, además, como consecuencia, la criminalidad y el enfrentamiento social. Pero pensé también que nos equivocamos de lleno culpando a los extranjeros de destruir «nuestros valores occidentales». ¿No somos más bien nosotros la plaga que amenaza con aniquilar sus «atrasadas culturas»? ¿Atentan acaso hispanos y musulmanes contra la familia, la comunidad o contra el hecho biológico, científicamente probado, de que el género humano se divide en hombres y mujeres? Pensemos en lo que sucede en nuestras ciudades, donde las comunidades de vecinos están siendo sustituidas por un amalgama de existencias nómadas y desarraigadas conformado por lo que Juan Irigoyen ha denominado como «habitacionícolas»; esto es, eternos jóvenes occidentales sin prole que desprecian a niños y ancianos y que, conformándose con vivir hacinados, con su portátil subscripto a Netflix, en pisos reconvertidos en colmenas «protagonizan la nueva gentrificación» al desplazar a las antiguas familias de sus viviendas. Sin proles que defender (sin la posibilidad de transformarse al menos en proletarios) estos individuos no parecen tener mayor problema en no emanciparse del mandato inhumano del sistema y en ofrecer sus existencias en sacrificio.
He dicho «no parecen tener mayor problema» porque en realidad lo tienen. Occidente se ha convertido hoy en día en una secta demoníaca que mantiene engañada, mediante control conductual, a su población bajo el falso relato de que, presuntamente derrocados los dioses y desahuciadas las religiones, somos los hombres los que hemos de deificarnos. Estas ilusiones de endiosamiento han sido incubadas desde sus inicios por el liberalismo, ideología protestante que anula nuestra voluntad en todo lo que es humanamente decidible (por ejemplo, la regulación del mercado) para fomentarla en todo lo que nos es vedado, prometiéndonos la felicidad o el derecho a autodeterminarnos y cambiar nuestra naturaleza. La última perversidad del liberalismo —no confundirlo con el capitalismo, presente también en sociedades no liberales— ha sido negar de manera «científica», ahora que la IA quiere hacerse con nuestra voluntad, la existencia del libre albedrío (Robert Sapolsky et al). El liberalismo ha tenido siempre como gran aliado al socialismo: diseñado a modo de vacuna liberal (un virus liberal atenuado), el socialismo ha acabado también declarándole la guerra a la naturaleza humana por medio de dogmas liberales como la fe ciega en el progreso, la tecnología o la necesidad de romper con la tradición.
Sea por medio de un totalitarismo de mercado o de estado —ambos anulan los logros civilizatorios que son el mercado y el estado—, liberalismo y socialismo se han convertido en enfermedades autoinmunes de Occidente que han acabado por fusionarse en el poshumanismo, ideología subyacente a la doctrina woke, la Agenda 2030 o el digital-globalismo. El poshumanismo pretende arrebatarnos el último resquicio de humanidad que quede en nuestras vidas con la promesa de convertirnos en dioses que dejen al homo sapiens en la escombrera de la historia. En este sentido, esterilidad, mascotismo y niñofobia son principios básicos para que pasemos de considerarnos humanos —es decir mortales y sometidos a una entidad superior— a creernos dioses que se bastan a sí mismos para existir. Sólo no reproduciéndonos podemos deificarnos falsamente al considerarnos a nosotros mismos como principio y fin de nuestra existencia (añadamos a este engreimiento la creencia general de que podemos controlar esos milagros denominados nacimiento y muerte mediante el aborto y la eutanasia). Sólo presumiendo de no tener descendencia, amparados en la trágica excusa de «autorrealizarnos», podemos preferir pasar de transmitir a nuestros hijos el milagro de una vida que nunca será nuestra pero que nos incluye y trasciende, a ser endiosados propietarios de la vida de mascotas, a las que solemos ver nacer y morir, cuya vida es un lapso de la nuestra, y a las que no permitimos que se reproduzcan (no vaya a ser que se confabulen contra nosotros cual los gigantes mitológicos contra los cielos). Sustituir un niño por una mascota implica transformar a la mascota en nuestro siervo y creyente y autopercibirnos como rocambolescos demiurgos que administran vidas carentes de libertad.
No hay nada, en consecuencia, que cause tanto pavor a nuestro Occidente poshumano como la mirada de un niño. La renovación ética de la sociedad siempre ha dependido, generación tras generación, de la inquietante, inevitable y disruptiva inocencia de los niños. Pocos años después de dejar atrás la adolescencia, justo cuando creemos que la humanidad es cruel y el desengaño comienza a granizarnos las entrañas nos hacemos padres y los niños vuelven a contagiarnos de inocencia. Cuando nuestros hijos dejan de ser niños y perdemos ya el contacto directo con la inocencia, el sonsonete del odio amenaza con volver a nosotros hasta que nos hacemos abuelos y la infancia vuelve a purificarnos. Los niños son la base de la ética, el vínculo indispensable para una vida humana. ¿Cómo vamos a seguir siendo humanos en un Occidente que no esté custodiado por los ojos del niño? ¿Qué trágico futuro nos espera despojados de su inocencia?
Si algo debiéramos tener claro hoy en día es que el origen de esta plaga de imbecilidad es la Ilustración, movimiento de aniquilación civilizatoria al servicio del imperialismo depredador que desde el s. 18 han implantado por doquier Inglaterra, Francia, Alemania o los Estados Unidos. La Ilustración ha convertido la divinidad y la eternidad en banales objetos de consumo y ha proclamado la necesidad de que el ser humano occidental abandone los consensos religiosos más básicos (el derecho a la vida; la familia; la tradición, censurada por el tiempo y secularizada) y se entregue a lo ignoto para ser gestionado por una élite tecnócrata. El objetivo es la creación de un hombre nuevo que debe mostrar una fe absoluta en el cientifismo —que no en la ciencia—, poniendo por ejemplo en riesgo la propia vida al inyectarse con miedo y sin quererlo «vacunas» ARNm, o asumiendo contra toda lógica que no tenemos libre albedrío y que debemos obedecer a la IA. Paradójicamente, la ciencia es la gran víctima de la Ilustración, que la declara incompatible con la religión pese a que haya ido a menudo de la mano de esta, desde la fundación de las universidades hasta el mendeliano establecimiento de la genética (Servet o Bruno no fueron, de hecho, vilmente ejecutados por sus teorías científicas, sino por cuestiones político-doctrinales).
El integrismo de la Ilustración se hace evidente en yihadistas contemporáneos de la misma como Richard Dawkins, Cristopher Hitchens o Sam Harris, que declaran incompatibles humanidad y religión, pese a que esta fuese, como nos han mostrado Francisco de Vitoria o Giambattista Vico, la verdadera fuente de principios universalistas y el origen de la civilización. La Ilustración es una religión negativa en el sentido de que, en lugar de re-ligar o reunir a los seres humanos en base a una comunidad ética, los separa hasta atomizarlos. El verdadero ciudadano ilustrado debe renunciar de manera cada vez más exagerada y violenta a su legado antropológico, de ahí que el furor ilustrado de arrojar luz de hoguera sobre la tradición sea también deconstructivo y woke. El individuo ilustrado pretende saber siempre un punto más que el diablo (esto es, ser un dios), cuando en realidad es un pobre diablo que obedece a una doctrina reaccionaria, plebéfoba y falsamente universal que surgió para acabar con las revoluciones temprano-modernas y que ha acabado convirtiendo el cientifismo en el opio del pueblo y transformándonos a todos en huérfanos adolescentes, sin asidero alguno en la tradición, que deben plegarse a la tecnocracia.
Sólo de esta manera, habiendo sido obligados a renunciar a todo lo que en realidad somos, podemos explicar que hayamos sido persuadidos de que tener hijos (cima absoluta de la vida individual y colectiva) es una locura, cuando la locura es no tenerlos y pretender ser dandis que ejercerán, en realidad, de vagabundos. Con perdón de burros, caballos y mulas podríamos decir que Occidente se han convertido en un muladar, porque engañados hemos preferido dejar de ser burros (pequeños, lentos, inteligentes, analógicos) para ser caballos (grandes, veloces, predecibles, digitales), sin entender que los humanos pertenecemos más a la estirpe asnal (la burra de Balaam; el borrico de Jesús; Platero, suave y peludo) que a la de los caballos, a lomo de los cuales cabalgan los cuatro jinetes del apocalipsis. De tanto querer sustituir nuestra lenta pero sabia naturaleza asnal por la artificial y teledirigida inteligencia de los caballos nos hemos mezclado con ellos hasta transformarnos en mulas. Podemos consolarnos pensando que está a nuestro alcance cambiarnos el color de los ojos, inyectarnos bótox, convertir por ley la mano en pie, los orificios de la nariz en vagina o tener como pareja a un avatar, pero somos ya animales de carga, estériles, condenados a obedecer, sin posibilidad de rebuznar ni de alumbrar vidas.