Cuando se levantó aquel día de febrero de 1974 Yang Zhifa (1933), campesino de Xiyang, no podía imaginar siquiera que, junto a algunos compañeros, descubriría un ejército llamado a conquistar el otro mundo. En medio de una sequía atroz, decidió excavar un pozo en busca de agua. Golpeó con la azada algo duro. En lugar de agua apareció un guerrero. Como el explorador que se anticipa a reconocer el terreno enemigo, aquel soldado de terracota advertía de una presencia: un ejército imperial estaba cerca. Más de veinte siglos después de su despliegue, esta hueste, destinada a servir al emperador muerto, salía de su entierro gracias al fabuloso hallazgo de unos campesinos asombrados.
El 50 aniversario del descubrimiento del Ejército de Terracota, cuyos soldados se conocen como los Guerreros de Xi’An, nos brinda la oportunidad de volver la mirada a la fabulosa China antigua. El historiador Sima Qian (145 a.C.-90 a.C.) nos ha dejado el relato del emperador a quien había de servir esta hueste formidable: Qin Shi Huang Di (259-210), el emperador que, según cuenta, unificó todos los reinos, comenzó a construir la Gran Muralla y ordenó la destrucción de todos los libros, salvo los de medicina y agricultura, para que el tiempo comenzara a contarse a partir de él. En previsión de la hora de su muerte, dispuso la construcción de una tumba colosal que acogería a este ejército, con el que conquistaría el más allá cuando llegase el momento. Él mismo, por cierto, se hizo enterrar en un mausoleo que aún no se ha excavado y que, según Sima Qian, está atravesado por ríos de mercurio bajo una cúpula que reproduce la bóveda celeste.
Más de 8.000 hombres reciben desafiantes al viajero. Hay lanceros, arqueros y ballesteros en formación. Al frente, van 204 hombres en una triple línea. A continuación, hay treinta columnas de infantería listas para avanzar de cuatro en fondo. Las tropas miran al este. El viajero debe pensar que esos 35 carros de combate tirados por cuatro caballos y flanqueados por tropas auxiliares se prepararon hace siglos para conquistar un imperio que no era de este mundo. Uno no ve todos los días cómo se desplaza un ejército de fantasmas. Cada hombre mide 1,80 y sus cuerpos se componen de piezas moldeadas por separado y encajadas. Todos se parecen, pero no hay dos idénticos. El ojo atento puede distinguir los símbolos que revelan los rangos. Contemplamos el estado mayor de un ejército cuya misión, derrotados ya los vivos, consistía en vencer a los muertos.
Cada una de estas figuras estaba policromada, pero los colores han desaparecido casi por completo. La tumba sufrió saqueos. Fue pasto de las llamas. Algunos guerreros se rompieron. No hay ejército que pueda sobrevivir más de dos milenios sin bajas. Haber llegado hasta aquí ya es una gran victoria. El turista los visita para sacarse fotos, pero el viajero no puede presentarse ante ellos sin admirar semejante periplo. Antes de que César atravesase con sus hombres el Rubicón desafiando la autoridad del Senado de Roma, estos soldados ya estaban listos para el combate.
Cuenta Heródoto que Cambises II, emperador de Persia, envió un ejército al oasis de Siwa y que la arena del desierto lo sepultó para siempre. Estos guerreros chinos han tenido más suerte que sus compañeros de armas persas. Vieron la luz hace 50 años gracias a otros chinos que cavaban un pozo. Cuando las tropas de Qin Shi Huang Di emprendieron su última misión, la civilización china ya era deslumbrante. El I Ching y las Analectas ya existían. El Libro del Tao ya recogía las enseñanzas atribuidas a Lao Zi. La poesía clásica china ya había atravesado periodos de esplendor. Aquellos chinos y éstos hubiesen reconocido la grandeza de Confucio como si veinte siglos no fuesen nada.
Hoy estos guerreros reciben visitas de todo el mundo. Su tumba está convertida en museo y atracción turística. Haciendo buena la cosmovisión de la China antigua, de los rincones del mundo afluyen los pueblos para ser iluminados en el País del Centro, aquel que recibe con mayor intensidad el influjo benéfico del Cielo. El viajero, pues, debe abstraerse de los gritos, las voces, los ruidos, los empujones, las colas y la gente que quiere hacerse selfies. Ha de ir con tiempo y proveerse de toda la paciencia del mundo. La visita no será en vano. Verá un ejército magnífico que ha vencido al tiempo, que —según reza el dicho árabe— sólo teme a las pirámides.
Que la visita les sea propicia.