El desembarco de Normandía, también conocido como Operación Neptuno u Operación Overlord, supuso el principio del fin de la Segunda Guerra Mundial. Comenzó a las 6.30 del amanecer del martes 6 de junio de 1944, hace ahora 80 años, sobre un tramo de casi 100km de la costa de Normandía dividido en cinco sectores: Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword. Hoy, unas playas de una vida normal, tan bucólica que sobrecoge, entre el mar y los cráteres en los que crece la hierba desde hace décadas.
El plan, que no se limitó a la operación naval, se llevó a cabo en dos fases: una de asalto aéreo de 24.000 tropas aerotransportadas formadas por militares americanos, británicos, canadienses y franceses, poco después de la medianoche, y un desembarco anfibio de la infantería aliada y las divisiones acorazadas en la costa de Francia, al amanecer.
Lo ocurrido aquella mañana sobre las playas del noroeste francés fue la invasión anfibia más ambiciosa de todos los tiempos. El Día D (D-Day). Más de 155.000 hombres desembarcaron y unos 195.700, entre personal militar y civil de la marina mercante, participaron de una u otra manera, distribuidos en más de 5.000 buques, la mayoría civiles, particulares. La operación requirió el transporte de soldados y material desde Gran Bretaña y apoyo con fuego aéreo y naval.
Los planificadores aliados sabían de la inestabilidad del clima para el Día D, que originalmente iba a ser el lunes 5. A última hora de la tarde del 2 de junio, Eisenhower, sus generales y el primer ministro británico, Winston Churchill, se reunieron para revisar el pronóstico del tiempo. Las noticias estaban lejos de ser positivas: cielos nublados, lluvia y mar gruesa. El presidente de los Estados Unidos decidió aguardar un día más con la esperanza de que la previsión mejorase. Menos de 24 horas antes de la invasión programada reunió de nuevo a sus asesores. La lluvia se detendría y las nubes darían una tregua desde la tarde del 5. Así, el Día D sería trasladado definitivamente al martes 6. Un cambio para la historia. Sabían que las mareas no volverían a favorecer una invasión durante casi dos semanas, tiempo suficiente para que los alemanes pudiesen conocer sus planes.
En apenas horas cayeron más de 12.000 aliados, 4.414 de los cuales muertos confirmados, y entre 4.000 y 9.000 alemanes. Los jóvenes que pisaron Europa por primera vez aquella mañana se impusieron al clima y en una batalla que cambió para siempre el curso de la Segunda Guerra Mundial, es decir de la historia.
Una cuestión de fe
«Nunca tantos debieron tanto a tan pocos». Así explicó Winston Churchill la Batalla de Inglaterra, en alusión a los pilotos británicos que defendieron su nación del ataque alemán. Menos de cuatro años después la misma frase podría haber vuelto a ser utilizada al otro lado del Canal de la Mancha.
El Día D fue un enorme acto de entrega y valentía. En pocas ocasiones como aquel amanecer de primavera fue tan palpable la indisoluble unión entre libertad y fe. Aquel día, a ambos lados del Atlántico miraron al cielo con la esperanza de que el mal tiempo diese el respiro esperado y, por encima de todo, también de las nubes, para rezar. En las iglesias, en las casas, en las playas, en los campos y en las calles.
Cuando se conmemoró el 40º aniversario de aquellas horas, el entonces presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, pronunció un emotivo discurso —uno de los más conmovedores de su presidencia—, en Pointe-du-Hoc, lugar emblemático del día en que los hijos y nietos de quienes salieron décadas antes del viejo continente pisaron por primera vez la tierra de sus padres para librarla de la tiranía.
La declaración, en plena Guerra Fría, trata del honor, de la lealtad, de la democracia, de la libertad y de todos los ideales por los que tantos hombres, algunos apenas niños, lucharon aquella mañana y durante toda la Segunda Guerra Mundial. También de la paz, la conseguida décadas atrás y la deseada entonces con la Unión Soviética.
«Han pasado cuarenta veranos desde la batalla que luchasteis aquí. Erais jóvenes el día que tomasteis estos acantilados; algunos de vosotros apenas erais más que muchachos, con los más profundos placeres de la vida ante vosotros.
Y aun así lo arriesgasteis todo aquí. ¿Por qué? ¿Por qué lo hicisteis? ¿Qué os impulsó a dejar a un lado el instinto de supervivencia y arriesgar vuestras vidas para tomar estos acantilados? ¿Qué inspiró a todos los hombres de los ejércitos que se unieron aquí? Os contemplamos y de algún modo sabemos la respuesta. Eran fe y creencia. Eran lealtad y amor.
Los hombres de Normandía tenían fe en que lo que hacían era correcto, fe en que luchaban por toda la humanidad, fe en que un Dios justo les concedería clemencia en esta cabeza de playa o en la siguiente. Era el conocimiento profundo —y quiera Dios que no lo hayamos perdido— de que hay una profunda diferencia moral entre el uso de la fuerza para la liberación y el uso de la fuerza para la conquista. Vosotros estabais aquí para liberar, no para conquistar, y así ni vosotros ni esos otros dudasteis de vuestra causa. Y hacíais bien en no dudar.
Todos sabíais que hay cosas por las que merece la pena morir. El país de uno es una causa por la que morir y la democracia es una causa por la que morir, porque es la forma de gobierno más profundamente honorable que ha creado el hombre. Y todos amabais la libertad. Y todos estabais deseosos de combatir la tiranía, y sabíais que la gente de vuestros países os respaldaba».