No sin cierta desconsideración se ha venido afirmando a lo largo de los años y con excesiva frecuencia hasta convertirse prácticamente en refrán popular que la confianza da asco. Expresión utilizada para justificar con repulsiva ligereza una conducta propia o bien para reprochar la ajena. Que la confianza dé asco significa que, en virtud de una relación íntima o vínculo próximo con el otro, a uno le es permitido eludir la elegancia debida al conocido. Este comportamiento adquiere un cariz insólito en la medida en que se comprende el desprecio al ser querido y la cortesía con el extraño. Dostoyevski ponía en boca de uno de sus personajes en Los hermanos Karamázov que «cuanto más quiero a la humanidad en general, tanto menos quiero a los hombres en particular». Pero es partiendo de lo individual, dice Aristóteles, como se llega a lo universal. El prójimo —el próximo— es lo individual, lo palpable. El extraño es lo lejano y abstracto.
Ante esta situación mal entendida podría adjudicársele a la confianza lo que es impropio de ella. Así como el amor y la libertad requieren ciertos límites, del mismo modo lo demanda la confianza. Chesterton afirmaba que no existía tal cosa como «el amor libre», pues todo amor se reviste de ataduras —entiéndase el compromiso y la fidelidad en un sí que reniega de las posibilidades restantes—: cuando se ama a una mujer, se renuncia a todas las demás. Tampoco la libertad consiste en posibilidades de elección al no tratarse de un medio, sino de un fin en sí mismo dispuesto al bien —la libertad es buena y el bien es libre—. Una libertad enfocada a lo dañino nos aplasta contra el suelo, impidiéndonos alzarnos al cielo con la gracilidad de los ángeles.
En la ética nicomáquea se enfatiza que «toda virtud es una especie de prudencia», lo cual nos lleva a pensar acerca del hecho de que la confianza, si es imprudente, es desconocida. Por tanto, su relación es con lo lejano y abstracto; mas si hemos convenido en considerar la confianza como aquella relación de intimidad y proximidad, tal cosa no puede suceder y debemos reconocer que había un error en la concepción de confianza. Volviendo a la expresión que nos ha traído hasta aquí, parece claro que, cuando la confianza da asco, lo que se ha producido es una ruptura de aquello que debía ser protegido y cuidado. Por lo dicho, resulta comprensible, por ejemplo, que nos desagrade el hecho de que el amigo querido se descalce en el salón de casa, aun pidiendo permiso para ello; o su comportamiento en la mesa se asemeje más a la del mono o bárbaro que a la del civilizado; o la forma en que se dirige a aquellos con los que mantiene un vínculo afectivo de cualquier tipo sea ordinaria o desagradable en cualquiera de sus formas.
En conclusión y en cierta afinidad con lo estimado por Simone Weil, la confianza requiere de una atención continua con uno mismo, en relación con aquello juzgado como prudente, para no socavar cuanto existe de distinguido y atractivo en los límites libremente impuestos que miran al bien y en consideración con nuestros seres más queridos, así como, por extensión, a los que no lo son en absoluto.