No habiéndoseme pedido nada, debo reconocer que soy lento a la respuesta. Siempre he pensado el verano como esa estación de la posibilidad en la que todo parece permitido. No es que el cielo baje sus exigencias, sino que es el cielo mismo el que baja a la tierra. Las altas temperaturas, las piernas bronceadas y el afán por escapar de Madrid forman parte de un plan, tejido en la invisibilidad del calor, por el que mi lentitud para la respuesta se ve exacerbada.
Estos días me he visto respondiendo wasaps atrasados de hace un par de semanas, correos electrónicos huérfanos de su respuesta y demás llamadas, notificaciones y molestias del estilo. Y he llegado a faltar a mi compromiso —qué palabra— en este y otros buenos sitios por estar —qué argumento— en verano. Quizás parezca mundano pero puedo prometer y prometo que es entrar de lleno en esta estación, acaso la favorita de Vivaldi, y dejar de lado todo lo demás.
Quería expresar mis disculpas pero poca reflexión me ha bastado para comprender que toda clase de enfado respecto a esta lentitud es, con absoluta probabilidad, una muestra de envidia. Yo mismo me he visto iracundo cuando algún buen amigo, presto para tomar cervezas pero pausado para enviar tal documento pendiente, ha faltado a su obligación en verano. Pero me repito en mi cabeza que es verano y se me pasa porque el cielo está bajando y qué triste sería perderse el misterio mirando perfiles de LinkedIn.
Cuántas veces nosotros, supuestos defensores de la supremacía de cualquier sobremesa, nos envalentonamos ante la enmienda al móvil. Cuántas veces nos parece terrible desparecer dos semanas de unas obligaciones que no son tal para satisfacer a unos señores que tampoco son tal. El clima tiene sus ciclos porque Dios lo ha pensado así y nada debería alegrarnos más que saber que en lo Alto dispusieron de unos meses calurosos para los que el descanso es dogma. Yo me acuso de esta culpa.