Por más que se recurra a la estigmatización de forma repetitiva por parte de los partidos sistémicos y sus terminales mediáticas, no está logrando los resultados esperados a medio plazo y en muchas de las ocasiones, tienen un efecto rebote demoledor. Pero aún así se muestran, impasible el ademán, tercos en su aplicación. Tal vez porque no sepan hacer otra cosa.
En la Francia de los años 80, los socialistas de Francois Mitterrand usaron al pujante Frente Nacional de Jean Marie Le Pen como fuerza de choque para agrupar en torno a la izquierda socialdemócrata a los votantes que defendían el statu quo republicano, dándoles toda la repercusión mediática posible a sus portavoces e ideas, para luego señalar como enviados del diablo a sus candidatos y a sus propuestas como una plaga frente a la que había que construir un muro. Tras muchos años de luchar contra esa demonización (diabolisation) y una larga travesía en el desierto, la Reagrupación Nacional liderada por Marine Le Pen y Jordan Bardella es la primera fuerza política del país vecino, opción preferente entre jóvenes y obreros, muy firmes candidatos a lograr acceder a Matignon primero, después de su resultado en la primera vuelta de las elecciones legislativas, y al Eliseo más tarde.
En España, esa estrategia de demonización de los representantes de la derecha patriótica y conservadora representada por VOX empieza a hacer aguas, incluso antes de lo previsto. Por una parte, la llamada de la izquierda a la alerta antifascista les otorga réditos cortoplacistas desde el punto de vista electoral, dado que el desgaste de VOX en las urnas es muy limitado aunque les está permitiendo (al PSOE) reducir el precio de su gestión en los gobiernos, a costa de comerse a su izquierda. Por otra, los liberales del PP que se sumaron a los exabruptos frente a la aparición de una fuerza que les cuestionaba el monopolio del centro derecha, poniendo además encima de la mesa temas de gran calado para una parte de sus votantes y que permanecían guardados en el cajón de lo establecido como «corrección política» por el régimen de 1978, han tenido que rendirse permitiendo la entrada de VOX en sus gobiernos regionales y locales. Y es en esta rendición donde se produce el giro de 180 grados a la estrategia de la diabolización, puesto que cuando esos concejales y consejeros de VOX —salvo las torpezas habituales en los partidos de nuevo cuño que se nutren de forma rápida de cuadros no formados— llegan a las responsabilidades de gobierno, no aparecen los linchamientos de inmigrantes, la persecución de homosexuales o la orden de atar a la pata de la cama a todas las mujeres. Qué, no nos engañemos, es el panorama que se anunciaba. ¡La llegada de los Hunos! Y, claro, ahí la realidad desmonta el discurso.
Por eso, en esta nueva fase donde la demonización hace aguas, la derecha patriótica y conservadora tiene en su mano usar la inteligencia para aprovechar que el miedo ya no cala en su nicho «natural» de votantes, para ampliar ese espacio y lograr que lo realmente natural sea llegar a otros muchos ciudadanos, las mayorías, reforzando una transversalidad que amplie los focos de atención permeando en otras capas de la sociedad superando de forma real la dicotomía izquierda-derecha sustituyéndola en el imaginario colectivo por soberanismo-globalismo, o el más muy entendible abajo-arriba. Todo ello desde el sentido común y sin aspavientos.
Con estos parámetros, junto a una mayor independencia del atlantismo y de los marcos economicistas de Bruselas y el FMI, los soberanistas franceses no sólo están logrando grandes avances electorales, sino ganar la batalla cultural frente a los liberales de izquierdas o derechas, sin la cual no es posible la victoria.
¿Es posible esto en España? Los puntos de partida evidentemente son diferentes a las realidades francesa o italiana —por poner otro ejemplo con tradición propia— pero nada es imposible. Sólo hay que querer construir un marco de juego propio: el que ocupan los desvelos de la mayoría de los españoles, que desean bienestar, seguridad y futuro.