Entraba dentro de lo posible que llegase un instante en que nos empezásemos a cansar de que las reivindicaciones populares, para llamar la atención de la clase política, precisen necesariamente del sello acreditativo en forma de estudios universitarios y de la consagración de un elenco de catedráticos que saben mucho de nada y poco de todo. Así, hemos llegado a ese bonito momento en el cual, lo que la gente pide y demanda, no equivale a lo que les dijeron necesitar para dar, al fin, con la ansiada felicidad. No sé qué esperaban, ¿tal vez que nadie dijese basta? Cuando uno no encuentra lo prometido y abandona en un pasado lo tenido para encontrar un paraíso que nunca ha existido, el resultado no es otro que la decepción.

Como ahora está tan de moda encontrar culpables para todo, quizás convendría señalar que la culpa es aquí tanto de los que vendieron la película como de los que la compraron, tal vez una responsabilidad atenuada la de estos últimos —no siempre— fruto de la inexperiencia e inocencia en esto del vivir y su consecuente presunción de buena fe para con las indicaciones de los que les precedieron. Sea como fuere, vuelve a tenerse la idea de que lo importante, cuanto más sencillo, más importante es. ¡Y es cierto! Volvemos a reivindicar algo común que, frente al naufragio en aguas de nadie, nos ate a una pequeña certeza en la pertenencia.

En medio de ese camino de vuelta que estábamos tardando en retomar, recupera cierta importancia la conservación de cualquier institución o realidad que suponga un freno a la soledad del individuo y que implique un sentir compartido con nuestros semejantes, el nacimiento de algo a lo que volver y de dónde venir. Barrios, parroquias, familias, asociaciones vecinales, pueblos, bares y demás fortalezas colectivas que no reducen al individuo sino que potencian a la persona, se redescubren —nunca dejaron de estar— y vuelven a demandarse en un mercado en el que los oferentes no quieren concurrir bajo ninguna circunstancia y los demandantes quieren legítimamente recuperar.

Se atenta contra estas instituciones del arraigo, se dinamita la posibilidad de aferrarse a lo común porque en la vulnerabilidad del hospicio el hombre es capaz de renunciar a su condición, perdido en la ausencia de un espejo en el que mirarse y de un otro con el que entenderse. Hemos tenido que anhelar la importancia que tiene contar con un barrio en nuestro hacer cotidiano y con un pueblo en verano para entender, de nuevo, que en el hogar se construyen los proyectos y que al hogar se deben, en parte, nuestros logros.

Los barrios son la constatación de que, por mucho que se diga, en un mundo de cosas grandes lo pequeño en esencia no solo es bueno, sino que es, del todo, necesario. Tenemos que contar con pequeños subterfugios humanos escondidos entre las calles con el hidalgo cometido de hacer frente a la voracidad de una política que se siente cómoda en lo incólume de la urbe, que no consiente atisbo de relaciones sociales fuera de sus fronteras. Y estos rincones a los que acudir —que no nos confundan— no están adscritos a ideología alguna ni a creencia concreta. ¿Cómo explicar aquí que una parroquia, aún en su desuso, aporta más al bien común que un lugar en el que depositar a nuestros mayores como si fuesen mercancía? ¿De qué forma contarles que no hace falta conocer de memoria el evangelio según San Marcos para entender que, si algo te anima a salir de casa, te obliga al encuentro y a la reunión, y te hace participar de un rito conjunto, ese algo es del todo bueno?

Igual de estimables son en el momento actual las estigmatizadas asociaciones de vecinos, víctimas de aquellos incapaces de abandonar los prejuicios para ahondar en sus fines, tan loables como los de cualquier agrupación social. Ni son peligrosas sectas comunistas ni van a okupar viviendas, aunque tal vez faciliten la vida de muchos vecinos y den pie a formas alternativas que permitan protegernos entre nosotros, con especial dedicación hacia quienes más precisen de esa ayuda —tal vez a unos mayores que no pueden cargar la compra— y con mayor capacidad de atención sobre las necesidades de la comunidad que ningún político trajeado y encantador —todo lo encantador que un político sabe ser cuando necesita de votos— pueda parecer.

Y en esta especial cruzada contra ese puñado de verdades humanas, la más castigada ha sido, sin duda, la institución familiar. Estos años hemos visto como se ha menospreciado y vilipendiado desde el mencionado ámbito universitario y desde la prensa a la familia, desplegando una verborrea tan inaguantable como mendaz consistente en decir que la institución estaba sobrevalorada, que los padres sólo nos atan la pereza de la rutina y que los abuelos son más una carga que un divino regalo. Decía Marín–Blázquez que «la determinación de entregarse al otro es el verdadero fundamento de la vida en común». Nuestra sociedad no ha cumplido con tal determinación. Es ahora cuando comenzamos a entrever el drama que supone no contar con la defensa de una familia, percatándonos de la inadmisible soledad en la muerte solo cuando recordamos que morimos, y de la ausencia culpable en sustitución del deber de acompañamiento a nuestros seres queridos.

Hay un atractivo en la esencia de lo común contra el que no pueden competir los colorines grandilocuentes de un progreso caduco. El misterio de lo sencillo en las relaciones del hombre es infinitamente más poderoso que cualquier intento de desligar al individuo de la sociedad a través de artificios en forma de minorías y de oprimidos de salón que, mientras sufren tan salvajes ataques, reciben millones de euros de unas multinacionales santificadas a costa de apelar a las emociones más viscerales.

Es deber de todos reclamar y exigir que la política vaya encaminada a mejorar el funcionamiento de esas pequeñas unidades sociales y procurar su conservación, esto es, contribuir al bien común. A veces hablamos del desapego que los ciudadanos tienen hacia la política por cuanto esta no trata las cosas comunes. Pues bien, es sobre estas realidades donde las decisiones afectan de forma directa en el día a día del hombre y, también a estas cosas, recurrimos cuando lo ajeno no marcha tan bien en busca de aliento en forma de empuje. Así pues, debemos interpelar a la política siendo sabedores de que una vida compartida siempre funciona en forma de un inefable consuelo en la incertidumbre.

Nada en el tiempo es en soledad, aunque a veces sea «la soledad la mejor talladora del espíritu», que decía Lorca. Los columpios están para que uno se balancee y el otro empuje, las calles para recorrerlas de la mano, las sillas para sentarse en corro, los amigos para dedicarles tiempo y los cuartos vacíos para llenarlos de gente que ansía, con el corazón, reír. No hay copa mejor servida que la que choca con otra al son de un deseo de salud, porque el deseo no es para uno mismo sino hacia los demás. Las cosas buenas no han sido concebidas para que uno, desde su insignificancia, las lleve a cabo. para acariciar las virtudes de nuestro mundo tenemos que amarrarnos a otros semejantes igual de imperfectos.

Lo común hace rielar en nuestro interior la preferencia por compartir, aviva la determinación personal en la elección del vínculo humano como opción correcta y disuade frente al caparazón del individuo que se encierra, con egoísmo natural, en sí mismo. Sentir en otro y con otro, recibir de un prójimo al que dar lo propio y construir, con él, una tinaja que llenar juntos. Así uno se hace grande en lo pequeño y elige la definición bella y verdadera de libertad que —creo— se parece bastante a la que leí la semana pasada a mi compañero en esta casa, Dimas Garay. Dice así: «Ser libre no es ser independiente, sino elegir mis dependencias».

Por lo tanto, está claro. ¡A depender bien y mucho! Más nudos que nos aten a algo que es también una parte nuestra. Más anclas que nos amarren y menos veleidades de mochilero que busca liberarse desde lo liviano de un equipaje vacío. Queremos una cantidad ingente de sobremesas que nos peguen a la silla por siempre. Frente lo inmenso cuando sea en singular, lo bueno debe hacerse en lo pequeño si es dativo.