Tuve durante años un cliente de criterios ondulantes. No es que cambiara de opinión según el curso de los acontecimientos, ajustando su estrategia a las tácticas del prójimo o a la contundencia de los hechos adversos. No. Lo suyo no era prudencia, y tampoco astucia. Lo que le pirraba era la arbitrariedad, decir hoy sí cuando ayer había dicho no; y hacerlo así porque cada una de sus decisiones cambiantes le permitía sentir el placer líquido del poder. Llegó, además, un punto en el que no le importaban el acierto y el error. Él quería deshacer lo ya hecho por él mismo, porque de ese modo volvía a libar en la copa brillante de los que mandan.
Conste que con él siempre fui un consejero leal. Ni le reí las gracias ni cedí a la inercia de considerar que todo lo que hacía eran estupideces (porque no lo eran, al menos mientras mantenía sus primeras decisiones). Al fin y al cabo, quien debía decidir era él, y no yo. Mi oficio consistía en aconsejar, advertir, prever pros y contras, iluminar los asuntos de su negocio con el foco (escasa linterna, las más de las veces) de la Ley.
Con todo, la cosa tuvo que terminar. El trato jamás dejó de ser cortés, pero nuestra confianza quedó dañada de muerte el día en que quiso hacerme corresponsable de sus vaivenes con un argumento inasumible. Y me explicaré con un ejemplo.
Si, pongamos por caso, yo le exponía las desventajas de iniciar un proceso judicial frente a uno de sus competidores, él decía comprenderlas, y me anunciaba que se las haría saber, expressis verbis, al consejo de administración de la compañía. Pero era mentira. Cuando, a la semana siguiente, despachábamos los asuntos en curso, me informaba de que él había transmitido al consejo aquellas desventajas, pero con un «matiz»: que, en realidad, todo eran ventajas. Y así con todo. La clave estaba en el dichoso «matiz», que a él le servía para poner el mundo al revés. El pedante piensa «caballo» pero escribe «corcel». Él decía «matiz» para insinuar su más acerba oposición.
Lo anterior no es un ejercicio terapéutico. Aquello pasó hace años y no dejó una herida. Si lo cuento es por lo del «matiz». Y porque me parece que, en la conversación pública, se nos meten de contrabando errores que, cuando se detectan, enseguida se tratan de reducir a «matices». Y no siempre lo son. Cuando, por ejemplo, un político sostiene que las críticas al Tribunal Constitucional son un crítica al Poder Judicial, y se le explica que el Tribunal Constitucional no pertenece al Poder Judicial, el político en cuestión no podrá defenderse con el argumento de que eso es un «matiz».
Así que, en esta selva de criterios sinuosos y fluctuantes, haremos bien en estar atentos a este nuevo truco de los prestidigitadores del verbo. Aviso para navegantes de buena fe: en el matiz está el ardid de quienes se empeñan en metérnosla doblada.