Hay teorías sobre el ser humano que hacen fortuna y configuran nuestro mundo. Contienen verdades, qué duda cabe, y hasta su poco de ciencia, pero no más que otras mucho mejores que quedan relegadas al olvido. Deben su éxito al signo de los tiempos y a un algo que las hace pegadizas; se hacen virales como se hizo viral «dale a tu cuerpo alegría Macarena». El premio Nobel Robert Schiller las ha estudiado en el ámbito de la Economía, encontrando que su adherencia tiene que ver con que cuentan buenas historias y queremos creer en ellas. Ofrecen respuestas simples y gráficas a complejos dilemas humanos, y nos encanta sentir que con poca inversión personal podemos desentrañar un gran misterio.

Entre estas teorías bienhadadas que llegaron para quedarse está la pirámide de las necesidades de Maslow. Si me hubieran dado veinte euros por cada vez que la vi en la presentación de un conferenciante, un directivo o un alumno, hoy estaría escribiendo este artículo desde mi jet privado. Abraham Maslow dividió las necesidades humanas en cinco niveles (fisiológicas, de seguridad, afiliación, reconocimiento y autorrealización), añadiendo que lo que motiva nuestra conducta sigue esos cinco niveles ascendentes. Según el autor, hasta que no cubrimos un nivel inferior no puede movernos el siguiente. Primero es poder comer, beber y dormir, después sentirnos seguros, a continuación ser queridos, aceptados en sociedad y tener amigos, luego ser personalmente independientes y tener una reputación, finalmente autorrealizarnos.

La teoría tiene el dulce aroma de lo obvio; no obstante, cualquiera que sepa algo de historia o haya vivido lo suficiente sabe que es sí pero no. Sirve grosso modo para entender que cuando la gente no tiene para comer o un techo que la cobije puede volverse peligrosa —cosa que se sabía desde Tucídides por lo menos—, pero ignora olímpicamente que cuando peor dadas vienen hay gente que decide amar, alzar el brazo hacia Dios o hasta hacer música, como la orquesta del Titanic. Louis Tay y Ed Diener descartaron empíricamente la teoría hace años; cualquiera que haya leído a Primo Levi, Viktor Frankl o a cualquier otro superviviente de un campo de concentración nazi sabe de su endeblez supina. ¿Y cuántos malvivieron y malviven por escribir la novela definitiva, ver sonreír a sus hijos o descubrir una estrella? El amor, la pasión artesanal o artística y el heroísmo desmienten a diario la ramplona explicación de Maslow.

La parte más peligrosa —y rentable— de la pirámide es la cúspide. Maslow la denominó self-actualization, y la definió en modo comodín como «alcanzar la mejor versión de uno mismo», «el deseo de ser cada vez más lo que uno es, convertirse en lo que uno es capaz de convertirse». Es raro sostener que el culmen para un psicópata sea convertirse en el mayor asesino de la historia, o que un imbécil deba perseverar sin descanso hasta alcanzar su más alta cota. Además, entronizar la autorrealización es peligroso porque invita a hacer de los propios sueños y deseos y las «potencialidades» propias el eje de nuestro plan de vida. Y es rentable porque ha propiciado un inmenso negocio de libros de autoayuda, coaches, gurúes y «gestores del talento» que son en su mayor parte puro humo.

Es culpa de este onanismo espiritual que la profesionalidad esté en caída libre y que haya tantos juguetes rotos en el mundo del trabajo. Una mala teoría sobre qué nos mueve puede confundirnos hasta el punto de crear este festival de gente llorando por las esquinas porque no puede ser cantante, cocinero o vaya usted a saber qué cree él o ella que puede autorrealizarle. Como dice Ignacio Peyró, «a la vocación no podemos pedirle felicidad: es ella la que pide». Amamos aquello a lo que nos entregamos, antes que viceversa, y apasionarse con lo que por hache o por be se hace es mucho mejor proyecto que lo de autorrealizarse. «Hoy, a partir de las siete de la mañana y hasta las seis de la tarde, he trabajado sin moverme más que para comer un bocado a dos pasos de distancia»; así describe van Gogh uno de sus días cualquiera. Se trata de sudar la camiseta, para dejar de «buscarse». «¿La inspiración?», se preguntaba Flaubert, y se respondía que «consiste en esto: sentarse todos los días a la misma hora en la mesa de trabajo». Esa labor de galeras —cocinar, escribir, levantar un muro, tanto da— es la que nos ata a nuestra dignidad, y es por ello por lo que la bella expresión «ganarse la vida» desafía la dichosa pirámide y aglutina procurarse un sustento, contribuir a la sociedad, mostrar afecto a los demás y encauzar a la plenitud nuestras capacidades. «Oh, cautivador arte, en cuántas horas grises», canta en An die Musik Schubert, con verso de Goethe.

Maslow sostenía que los autorrealizados tendían a ser creativos y autónomos, que les preocupaba la humanidad y se aceptaban a sí mismo y a otros. Este carajal de ideas ha sido reinterpretado por los maslowianos de TedTalk y VISA Oro como una ideología del éxito que cuadra el círculo. «Persigue tu sueño y el éxito llamará a tu puerta» es la fórmula mediante la que los mercachifles de la autorrealización estafan a tantos. No obstante, Rembrandt murió solo y arruinado, y Van Gogh además desquiciado; y el mundo es mucho mejor porque ellos estuvieron. A Prokofiev lo enterraron con una rama de olivo sobre su tumba porque en Moscú se habían acabado las flores a la muerte de Stalin, que si hoy viviera tendría sus cuentas de Instagram y Twitter a rebosar de followers.

Maslow dijo también que había necesidades externas y del ser (del individuo), siendo estas últimas las características en quienes se autorrealizan. Más onanismo. La clave, en cuanto a nuestros haceres, está precisamente fuera de nosotros. Y eso vale hasta para quienes dan con sus huesos en Siberia. En sus asombrosas Memorias de la casa muerta, cuenta Dostoievski que «el trabajador forzado se apasiona a veces con su labor, quiere hacerla con más destreza, más aprisa, mejor». Qué demonios; vale incluso para los criminales. Sigue Dostoievski: «¿Es posible creer que el dinero, el lucro, el algo secundario para algunos contrabandistas, algo que está en segundo plano? Pues, en realidad, así es. El contrabandista trabaja por pasión, por vocación. En parte, es un poeta».

Poiesis no es más que eso: crear, producir. Y resulta que es una necesidad humana que desafía todas las pirámides. Escribe Marco Aurelio en sus Meditaciones: «Al amanecer, cuando de mala gana y con pereza despiertes, acuda puntual a ti este pensamiento: “Despierto para cumplir una tarea propia de hombre. ¿Voy pues a seguir disgustado si me encamino a hacer aquella tarea que justifica mi existencia y para la cual he venido al mundo? ¿O es que he sido creado para yacer caliente bajo los cobertores?”». Algo del barro que estamos hecho, si no estamos muy estropeados, nos agarra de la solapa y nos alza y nos dispone a dejar nuestra huella en el mundo, diminuta o desaforada. Y no necesitamos mensajes motivadores ni teorías de la autorrealización, sino conocernos y respetarnos, esto es, honrar y honrarnos. «¿Has nacido para la pasividad o para la actividad?» —sigue Marco Aurelio— «¿No ves que los arbustos, los pajarillos, las hormigas, las arañas, las abejas faenan de consuno para poner en orden sus diversas partes del universo? ¿Tú entonces rehúsas hacer lo que es propio del hombre? ¿No vas a perseguir con ahínco lo que es propio de tu naturaleza?».

En una de las cartas que escribe a su hermano Theo, Vincent van Gogh dice: «La naturaleza comienza siempre por resistir al dibujante, pero aquel que se toma su tarea realmente en serio no se deja despistar, porque esta resistencia, al contrario, es un excitante para vencer mejor». Hay en esas cartas más sabiduría que en todos los bestsellers sobre la autorrealización y el talento que se publican cada año. Vincent habla así sobre su trabajo: «Me doy cuenta de que logrará triunfar. No porque yo crea que llegaré a ser algo extraordinario, sino algo bien común, y por aquí deduzco que mi obra será sana y razonable y que tendrá una razón de ser y podrá servir de algo». Abraza el significado y desprecia la relevancia; ser artista, para van Gogh, es «buscar siempre sin encontrar jamás la perfección». Ni «marca personal», ni «poner en valor», ni gaitas: «La cuestión de saber si es vendible o invendible es una lata, y no estoy dispuesto de ninguna manera a dejar que mi energía se gaste en eso». «Que una tela pintada valga más que una blanca», dice modestamente quien se describió a sí mismo como «pintor y obrero».

La pasión, siempre que no dañe a otros, se justifica a sí misma. Hay que honrarla con coraje, humildad y callado empeño. «Desgraciadamente, tengo un oficio que no conozco lo suficiente para expresarme como desearía», dice van Gogh; y a uno le entran ganas de llorar o chillar cuando piensa en la caterva de influencers, ivanesredondos y otros cantamañanas que ahora pululan por cada esquina. «Por mi parte, me siento feliz de ser un pequeño jardinero, más o menos bueno o malo, pero que tiene mucho amor por su plantel», dice quien hizo que cada girasol que veamos nos recuerde a los suyos, los más bellos que existen. «Tengo una lucidez o una ceguera de enamorado por el trabajo», escribe; el amor es el premio. Un amor que es alimento, descanso, seguridad, afecto, respeto, moral y determinación creativa, todo en uno. Sitúe eso en una pirámide quien se atreva.

David Cerdá
Soy economista y doctor en filosofía; consultor en gestión, innovación y personas, conferenciante y profesor en escuelas de negocio. Escribo (con Ética para valientes, 2022, serán siete 'hijos') y traduzco (más de una veintena de títulos: Shakespeare, Rilke, Deneen, Furedi, Tocqueville, Stevenson, Lewis, Ahmari y McIntyre entre otros). Más información en dcerda.com