De Concha Velasco a María Pombo: el nuevo «mamá, quiero ser artista», es «mamá, quiero ser influencer». La Red nos viralizó y creó estas nuevas referencias (que no referentes), estas nuevas profesiones que los chicos, despistados, identifican con cobrar por lo que ellos hacen cuando sencillamente navegan. El fenómeno, más que sociológico, compete al Marketing, porque al cabo es gente que monetiza seguidores e influye en sus conductas en beneficio de las marcas. Pero la Economía cincela el rostro moral de las sociedades: es tal el predicamento de los influencers que esa luz promocional tan poderosa que emiten se derrama ya por todas partes, alterando el paisaje social de nuestros ideales. Porque no estamos ante la fama de siempre, la del futbolista, la actriz o el cantante, que crean regates, películas o canciones, sino ante una celebridad de comentarista y de internauta. El pariente cercano del influencer no es el artista, sino el tertuliano, y eso trastorna del todo la estructura del prestigio a la que nos habíamos hecho.
No vamos a jugar a esa pamplina de demonizar a las nuevas generaciones. Esa película pasable, pero tan jugosa, que es El abogado del diablo, se cierra con Al Pacino recordándonos que la vanidad es el pecado favorito del Maligno. Con eso luchamos todos, y quien esté libre de pecado, etcétera. Pero es cierto que nunca antes hubo una tecnología que tanto y tan descaradamente nos empujase al ansia de relevancia, y eso también debería preocuparnos. Una encuesta comisionada por Lego en 2019 descubrió que «astronauta» había sido derrotado por «youtuber» como profesión preferida por los niños ingleses y norteamericanos, y un informe de Morning Consult refleja que el 86% de los miembros de la Generación Z están dispuestos a vender contenidos personalizados a cambio del dinero de las marcas. Estar en el candelero y hacer caja siempre nos ha importado; no obstante, la nuestra es la era de la marca personal, los filtros de Instagram y los cursos para dar el pego en LinkedIn y en Meetic. «Economía de la exhibición», se la ha llamado, y a lo mejor se nos está yendo de las manos.
Quien más quien menos todo el mundo tiene su corazoncito, sus afanes y sus talentos; en cambio, no es posible expandir ad infinitum el espacio en el que exponer toda esa mercancía. Hay tanta gente queriendo ocupar esos pocos metros cuadrados de protagonismo que empieza a faltar silencio y aire, verdaderas inspiraciones. El silencio no es la ausencia de sonido, sino de ruido; ahora hay un ruido constante de personalidades (de personajes), y un continuo y molesto crepitar de la hoguera de las vanidades. Necesitamos menos de eso y más de Robert Walser: «Prefiero ocupar el menor espacio posible, porque soy de la opinión de que ya existen bastantes personas a las que les gusta ser grandes y que tienen la poco delicada necesidad de aparecer como importantes».
Nos falta elogiar a los irrelevantes, a quienes ni quieren ni necesitan nuestro elogio. No es por ellos, sino por destapar a los espantajos de higuera y atajar las nuevas patologías en ciernes. Las consultas de los psicólogos bullen de juguetes rotos del negocio de la relevancia; nunca hubo tanta gente queriendo parecer lo que no es —atractivizándose—, y eso arrastra una recua de disfunciones. Unan los puntos entre TikTok y la hiperconectividad y la soledad y la confusión imperantes; corren, bajo nuestros palacios carnavalescos, caudalosos ríos de aguas fecales. Hay individuos haciéndose mucho daño; supongo que los cirujanos plásticos y algunos coaches estarán encantados, pero el coste en serenidad y autenticidad está siendo desorbitado, y no cabe una estrellita más en este firmamento de cochambre.
Va siendo hora de desandar el camino que nos ha llevado hasta este zoco de influyentes vacuidades. Teníamos el papel cuché, los astros deportivos y los políticos, y ya era demasiada egolatría con la que lidiar a diario. Hemos de explicar a jóvenes y no tan jóvenes que todos los espejos de los influyentes son convexos o cóncavos. Solo así podremos vencer el miedo a la invisibilidad en las redes, un paso necesario y previo a construir un carácter robusto, a prueba de focos. La libertad, hoy, requiere eso, renunciar al ridículo proyecto de gustar a las masas. Se trata, en definitiva, de poder decir lo que Píndaro en Nemea: «Unos desean oro, otros campos inmensos. Yo, que la tierra cubra mis despojos, tras ganarme el favor de mis amigos, pregonando lo que es digno de encomio y sembrando el reproche entre los malos».
El culto a la influencia mediática no es más que la última etapa del individualismo expresivo. La cosa empezó en el Romanticismo, y en la Posmodernidad la avidez y la desmesura campan a sus anchas. Escribe Chesterton en su Autobiografía, sobre su padre: «Me alegro de que nunca fuese un artista. Eso podría haberle impedido ser un amateur». Esta falta de ambición, que Chesterton trató de emular a su genial modo, era una declaración de intenciones sobre la preeminencia de lo interior sobre lo de afuera. La grandeza, en definitiva, tiene en la irrelevancia a su principal aliada, pues nos aleja, como alejó a Chesterton padre, del beneficio y los flashes. «Podría haber estropeado su carrera, su carrera personal», concluye su hijo. «Nunca habría conseguido un vulgar éxito en las miles de cosas que con tanto éxito hacía».
El truco está en volcarse en las personas y en las cosas, olvidándose de uno mismo. Pero claro, vaya usted con eso a vender una colonia, un trapito de Shein o un iphone. Cuando nos objetivamos en el mundo, cambiando relevancia por significado, todo se transmuta: dejamos de intentar ser para ser siendo. En esta idea tan anticomercial está nuestra tabla de salvamento. El modelo, como explica Claudio Magris en El Danubio, podría ser Anton Bruckner, que vivió en una habitación «pobre y desnuda, con una cama de latón, una mesita, una silla, un piano y un par de cuadros carentes de valor». Allí, ignorado del mundo, compuso Bruckner una sinfonía «al buen Dios» que está entre los cantos más hermosos que haya entonado el ser humano.
Cubiertos con la coraza de la sobriedad, en calma y a resguardo, podemos insuflar sentido a nuestras pasiones, profesionales o trascendentales. Quien quiera escribir —quien de veras lo quiera—, que escriba, sin importar a cuántos tenga que importarle. ¿A quién no le gusta que le lean muchos? Pero cada hora de desvelo por a cuántos gustaré es una hora menos frente al papel o con un libro en las manos, y un agravio para esos pocos o muchos a quienes de veras podría ofrecerles algo grande. Porque además el auge de la influencia y el declive de la auctoritas van de la mano; no hay autoridad en la mera influencia, en la que falta legitimidad, es decir, jerarquía. Nos revienta reconocerlo, pero hay cierto antagonismo entre la autopromoción y esa elevada forma de prestigio que solía llamarse trayectoria. «Lo que falta», nos dice San Juan de la Cruz, en su Cántico espiritual, «no es el escribir y hablar, sino el callar y obrar».
Tenemos también que hacernos al día cierto en que ya no importaremos nada, aunque eso no quiera decir, ni mucho menos, que no vayamos a importarle a nadie, porque una cosa es la irrelevancia y otra la insignificancia. Polvo somos; mas, si queremos, polvo enamorado. De hecho, el mismo impulso que puede apartar nuestra vida de las pasarelas puede agrandar su significado. Tratando de ser infinitesimales podremos desenterrar el mayor de los tesoros, saber que ha merecido la pena que viviésemos —precisamente nosotros—. Eso es algo que no puede medirse en experiencias propias y éxito mundano, pues su huella está en los demás y no puede fingirse.
Como escribe Saul Bellow en El tesoro sellado, «podemos situarnos entre una grandeza ficticia y una falsa insignificancia». Atrae a priori hacer un montón de dinero y ser el perejil de todas las salsas; pero al caer la noche e ir a acostarnos sabemos quiénes somos y qué estamos haciendo, y ese momento puede ser de horror o de gozo, una llama en el corazón o un espejo hecho añicos. «Al menos podemos dejar de presentarnos una imagen tergiversada de nosotros mismos y comprender que en este mundo solo podemos ser humanos», sigue Bellow. ¿Queremos vivir en paz, derramar nuestra serena mirada sobre los días? Para eso hemos de ser prescindibles, es decir, conscientes de lo que sin duda somos. Tentémonos la ropa entonces, y amemos nuestra transitoriedad, un método mucho más efectivo y barato para permanecer serenos que esos cursitos de reiki o mindfulness que acechan por todas partes. Reconozcamos, en definitiva, como hace Bellow, que «estamos provisionalmente tocados por el milagro y se nos va un poco la cabeza».
O relevantes o significativos; cuando el día se acuesta, hay que escoger bando. Repita conmigo —a mí esta letanía me hace tanta falta como a usted, querido lector—: no quiero ser relevante, ni tratar de influir en las vidas ajenas, prefiero amar a ser envidiado, prefiero ser alguien. Menos fulgor sideral, pero más luz en nuestros derredores. La aventura cotidiana, con su épica de hogar y de barrio, es más que suficiente para que el mundo lleve nuestra firma. Lo que cuenta, en definitiva y como dice en Las bodas de Cadmo y Harmonía el recientemente desaparecido Roberto Calasso, es conducirse «hacia el honor o la muerte, la victoria o el sacrificio, las bodas o la súplica, la iniciación o la posesión, la purificación o el luto, hacia todo lo que escuece y exige un significado».