– En ningún sitio se vive como España.
– España es el primer país del mundo en el índice de consumo por cada mil habitantes de benzodiacepinas.

La primera de estas dos afirmaciones es un clásico que se sigue escuchando en cada esquina, sin importar lo profundo que nuestra actualidad cave el pozo. La segunda es un hecho: unos cinco millones de españoles, el 11% de la población de más quince años, consume ansiolíticos de manera continua; el Valium, el Trankimacin y el Orfidal se piden en nuestro país con la naturalidad con la que se piden el Nolotil y el Enantyum. A nadie se le escapa que ambas afirmaciones no pueden ser a la vez ciertas. ¿Qué está pasando?

Antes de lanzarnos a conspiranoiear una vez más con las malvadas megacorporaciones farmacéuticas, hay una pregunta imperiosa, acuciante, que si cada vez grita más es porque no la estamos respondiendo: ¿cómo es que cada vez hay más gente ansiosa, infeliz, quejosa y quebrada? Pongamos en su justo lugar el paréntesis de la pandemia y después la guerra y la inflación con sus incertidumbres; la cosa venía de antes. No voy a jugar a restarle dificultades al mundo, porque me constan, pero lo que no es de recibo es que hayamos romantizado hasta los ochenta, cuando éramos objetivamente más pobres y vulnerables —en España, por entonces, se vivía siete años de media menos y la heroína galopaba por las calles—, y que ahora vivamos expuestos a resfriarnos al más leve vientecillo, acogotados y exhaustos. Nunca se ha hablado tanto de la felicidad, ni se han hecho más vídeos o libros sobre el asunto, y nunca antes hemos estado tan ansiosos.

Todo indica que estamos medicalizando la frustración, la ansiedad, el miedo y la angustia, es decir, las sensaciones negativas y los sobresaltos.  Objetivamente, nos pasa menos que hace cuarenta años, pero ahora se nos hace más cuesta arriba. La gente que acude al psicólogo cada vez es más joven, y no, la causa no es fundamentalmente que la psicología se esté desestigmatizando, sino la multitud de agujeros que hay en el fuselaje del carácter. Me parece que las razones principales para el progresivo debilitamiento del carácter están en la educación, la desatención, el extravío del yo y la hiposocialización imperante.

Uno, la educación, inmersa en un proceso de precarización imparable. No es sólo que se esté desmoronando el edificio de la educación oficial; tampoco la estamos cuidando como merece en los hogares, especialmente quienes menos medios tienen, los más vulnerables. En segundo lugar, los dispositivos móviles, que nos tienen en un despiste continuo de nuestros mejores fines, ofreciéndonos una ilusión de conexión a la que llamamos conectividad y una continua exposición a lo extremo y lo vulgar, lo llamativo e insignificante. Tres, el individualismo expresivo, ese descarrilamiento del proceso de individuación que nos ha llevado al desprecio de la autoridad y los límites, la estigmatización de la vergüenza y la entronización de los deseos, entre otras muchas y malas cosas. Cuatro, resulta que hay pocas escuelas mejores para el carácter que la calle, con sus frustraciones, retos y dinámicas sociales, y eso es lo que cada vez hacemos menos, estar en el barrio, en la comunidad y en los rostros; cada vez estamos más metaversizados, nuestra socialidad es cada vez más de pega.

La forja del carácter es una ocupación que apenas ha cambiado en siglos, porque conecta con nuestra naturaleza más íntima, con lo que los seres humanos fuimos, seremos y somos. Esa tarea indelegable, la de construirse, tiene dos hitos fundamentales: la fortaleza y la valentía. Para ese empeño, toda ayuda es poca, incluido un empujoncito químico en casos clínicos graves y lo que pueda aportarnos un terapeuta instruido. Pero es en lo esencial un camino que hay que recorrer a solas, es decir, apoyándonos en el consejo de los mejores y los brazos de quienes nos aman, sí, pero en todo caso como una epopeya personal e intransferible. Nuestra vida será tan buena como fuerte y valiente sea.

Es fuerte, para empezar, quien puede explicarse su sufrimiento. Los seres humanos necesitamos explicaciones, sin las cuales nuestros padecimientos se agravan indeciblemente. No todas son igual de sólidas ni los hechos las respaldan en la misma medida; en cualquier caso, a más comprensión, menos se sufre. Y es valiente quien se expone a dificultades, porque en eso consiste hacerse valiente, en dar un paso al frente y escoger, hasta donde se pueda, dar batalla antes de que la adversidad nos aplaste; consiste también en sentirse capaz y en admirar a quienes con su ejemplo nos alumbran.

Ser valiente es doblegar el miedo; anteponer un sentimiento más noble a lo que nos asusta y echar pie a tierra. Circula un vídeo de una entrevista al gran director de cine John Ford (Centauros del desierto, El hombre que mató a Liberty Valance, La diligencia, El hombre tranquilo…) en el que explica que, aunque le condecorasen unas cuantas veces por su comportamiento en el campo de batalla, él supo siempre que era un cobarde, y que por eso trató de plasmar en sus películas la valentía «real» de un puñado de héroes corrientes. No hay caso: no le condecoran a uno con la Legión del Mérito o el Corazón Púrpura por nada. Lo que quería decir Ford es que sintió mucho miedo mientras realizó sus actos de valor, o incluso que intentó no pasar por ciertas cosas. Pero es evidente que, asustado hasta la médula, hubo otros envites que afrontó de manera excelente. Un valiente.

Nadie desea para sí el dolor, la humillación o las adversidades. Pero casi nadie pasa mucho tiempo sin que salga su número en la lotería del sufrimiento, y entonces, cuando el escenario muda por completo, surgen los ruines y los justos, los valientes y los cobardes. Los cobardes huyen porque no tienen razones, nada les ata a su deber, que no reconocen: se creen la medida de todas las cosas. Los valientes conocen su lugar en el mundo, entienden cuál es el testigo que transmiten; viven vinculados. Honran un pasado y crean un futuro más llevadero; se sientenparte de una contigüidad humana.

Jamás vamos a vivir sin dificultades; y es posible que nunca hayamos tenido tan pocas, o casi. Pero por primera vez en la historia «riesgo» ya no significa «amenaza y oportunidad», sino solo «calamidades». A encontrar en las crisis oportunidades no nos van a ayudar ni el Lexatin ni los coaches (a los hechos me remito, no está funcionando), tiritas para enormes grietas sangrantes: lo conseguiremos haciéndonos fuertes y valientes. Necesitamos experiencias vitales, sabiduría, al cabo; necesitamos impedir que el deseo de poder y el poder del deseo triunfen sobre el honor que liga y fortifica nuestros sentidos vitales.

Necesitamos, en definitiva, que la vida sea en serio. Somos el único ser vivo que se pregunta si vivir merece la pena. Quienes evitan la pregunta, antes o después, enferman; sus casas de paja —el cerdito perezoso que prefiere divertirse construye ligero— el lobo de la adversidad de un suplido las revienta. Necesitamos el sentido, un norte, cabos que nos aten fuerte a la vida. Uno de los aforismos de Gómez Dávila reza: «Todo rueda hacia la muerte, pero solo lo carente de valor hacia la nada». Esta es la clave, amigo: la nada se escoge. No la nada física, descomponerse en átomos, ahí vamos todos; la nada del sentimiento, la nada de nuestras historias.

¿Para qué vivimos? ¿Cuáles son nuestros sentidos vitales? (me gusta más así, en plural, que eso un poco truculento y rimbombante del «sentido de la vida»). No es una pregunta agobiante, no lo lleva a uno a «rayarse»; es una pregunta grande y hermosa que hincha el pecho y nos apasiona, si es que sabemos plantearla. A todos nos gusta salir, bailar, tomarnos una cerveza o dos, hacer deporte, comer bien, hacer el amor, todas esas cosas placenteras forman parte sin duda de lo que nos gusta y nos «motiva». Pero no son la respuesta. Queremos, lo sepamos o no, la sangre, el sudor y las lágrimas, y sin eso nos quedamos en casi nada. El escritor Jeffrey Bilbro llama a esto «convocación»: el acto de convertirse y ser miembros de algo más grande que nosotros mismos. Y eso es lo que tenemos que husmear como posesos, la épica, encontrar nuestra particular manera de honrar el lema del College de Antioquía: «Avergüénzate de morir hasta que hayas conseguido alguna victoria para la humanidad». Solventada la situación crítica, no será el Lexantin el que nos saque del pozo, sino la vida grande y, por encima de todo, la gallardía.

[David Cerdá es autor de Ética para valientes. El honor en nuestros días, Rialp, 2022]

David Cerdá
Soy economista y doctor en filosofía; consultor en gestión, innovación y personas, conferenciante y profesor en escuelas de negocio. Escribo (con Ética para valientes, 2022, serán siete 'hijos') y traduzco (más de una veintena de títulos: Shakespeare, Rilke, Deneen, Furedi, Tocqueville, Stevenson, Lewis, Ahmari y McIntyre entre otros). Más información en dcerda.com