Escuché hace unas semanas decir a Carlos Alsina y Pablo Motos en El Hormiguero que no quieren morirse. Yo, en cambio, sí quiero. No pronto, claro (estoy bien, gracias), sino dentro de bastante, y en todo caso cuando Dios quiera; pero desde luego quiero que quiera, a diferencia de Alsina y Motos. Y no ya, como enseguida explicaré, por motivos trascendentales, sino del todo terrenales.

Qué idea tan absurda la de no morirse; y qué repetida. El sueño de la inmortalidad no es de siempre, porque el ser humano ha tenido relaciones más sanas que las actuales con su fragilidad y con sus límites. Pero da la impresión de que cada vez hay más personas que abrazan la tesis Alsina-Motos —al tiempo, paradoja insondable, que no dejan de crecer el consumo de drogas y ansiolíticos y los suicidios—, a juzgar por cómo se propagan los sueños transhumanistas.

Me quiero morir para empezar para dejar espacio a otra gente. Si hay algo que me escama es que quienes más insisten en que no tengamos más hijos para no dañar el planeta sean a menudo los mismos que abogan por que vivamos siempre. Lo ridículo de la incongruencia destapa el fondo ideológico de esta gente antigente: un egoísmo de proporciones estratosféricas. Esta gente tan pesada no está preocupada por la humanidad, sino exclusivamente por sus personas.

Escribe Mark O’Connell en el libro en que desvela a los transhumanistas de Silicon Valley, To Be a Machine: «Creen que podemos y debemos erradicar el envejecimiento como causa de muerte; que podemos y debemos utilizar la tecnología para mejorar nuestros cuerpos y nuestras mentes; que podemos y debemos fusionarnos con las máquinas, rehaciéndonos, finalmente, a imagen de nuestros propios y superiores ideales». En esto están más de los que pensamos; en pronosticar la pronta muerte de la muerte. Kurzweil y sus «singularistas» siguen asegurando que en torno a 2045 —ya lo volverán a cambiar cuando se acerque— la biotecnología permitirá la fusión entre los seres humanos y poderosos ordenadores y sistemas de IA. Nos cuentan que la mente humano-máquina resultante será inmortal y libre en un universo de creación propia. Este y los demás desvaríos serían graciosos si no contasen con el respaldo y los ingentes medios que aportan personas muy poderosas. Pero, en fin, qué se puede esperar de un tipo que ha escrito en serio un libro titulado La era de las máquinas espirituales.

Solemos tener una relación muy soberbia y cobarde con lo inevitable. Los Toraja indonesios, para quienes la muerte es un asunto corriente y por lo tanto irrisorio, montan con los huesos de sus muertos muebles para guardar los cedés. También antes para nosotros la muerte era raramente inesperada, súbita; ni en las guerras solía uno morirse al instante. Y el caso es que eso es ahora lo que muchos piden, «que sea muy rápido y que no me entere». Morir de improviso era antiguamente algo temido, no sólo porque impedía el arrepentimiento, sino porque de algún modo privaba al hombre de su propia muerte. Antes a la gente no le parecía bien marcharse sin despedirse. El ideal contemporáneo es el opuesto: un episodio fugaz e insensible, o mejor, inconsciente; mejor no decir adiós, porque implica enterarse. «La muerte de antaño era una tragedia —a menudo cómica— en la que uno representaba el papel del que va a morir», escribe Philippe Ariès en Historia de la muerte en Occidente. «Hoy es una comedia —siempre dramática— donde uno representa el papel del que sabe que va a morirse».

En Alcohólicos Anónimos recitan como parte de su ritual terapéutico una pequeña oración atribuida a Reinhold Niebuhr que dice así: «Dame, Señor, serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, coraje para cambiar las que sí puedo cambiar, y la sabiduría necesaria para poder distinguir las unas de las otras». Nos jugamos buena parte de nuestra sabiduría en ese delicado gozne entre lo que puede y lo que no puede cambiarse que recoge la primera frase del Enchiridion: «Hay ciertas cosas que dependen de nosotros, y otras que no». Epicteto —que antes de ser filósofo fue esclavo— nos invita a vernos como meros actores de una representación en la que no podemos elegir duración ni argumento, sino solo representar lo mejor que podamos nuestra parte.

Necesito morirme también para que lo que hago sea relevante; para que mi existencia se note y mi desaparición duela. Sin el telón de fondo de la muerte no hay nada que destaque realmente. Acabar con la muerte es destruir lo que sin más nos hace humanos. Tenemos manjares y belleza, viajamos y forjamos leyendas y leyes y amores intensos porque vamos a morir y lo sabemos. Y esa copiosa lista de placeres y desafíos solo cobra sentido si algo puede salir mal y el triunfo no está asegurado. Nuestra aventura cultural puede entenderse casi por entero como la colección de remedios simbólicos que inventamos para afrontar el dolor y la muerte. Quienes piensan que habría girasoles de Van Gogh y Novena de Beethoven sin muerte entran en el mismo cajón que quienes aseguran que el mundo sería un paraíso si no trabajásemos: en el de los ignorantes de lo humano. Es gracias a la inminencia de la muerte que husmeamos como posesos el sentido de vivir. Una vida infinita sería una vida irrelevante, así es que Supay, Thanatos, Ankou, Plutón, parcas: muchas gracias.

Boecio escribió desde la cárcel, en espera de la ejecución de su sentencia de muerte, un texto excepcional llamado La consolación de la filosofía. Allí nos dice que la Fortuna sólo nos es útil cuando se presenta como nuestra enemiga, pues es entonces cuando nos lleva a la verdad. Hay que afrontar lúcidamente la muerte; ni esperarla ni temerla. Lo sabio es adoptar una perspectiva amplia y serena de lo peor que puede pasarnos; no es «mal de muchos, consuelo de tontos», sino atenerse a que si la vida puede ser grandiosa es porque se acaba. Esta consideración de la muerte nos asiste como los Fantasmas al avaro Ebenezer Scrooge en el Cuento de Navidad de Dickens: nos resitúa, nos impele a cultivar con mimo la hora presente, nos abre a nuestros semejantes. Simone Weil sostuvo que nuestra vulnerabilidad es hermosa porque es una marca de existencia. Es por tanto muy extraño pensar que aferrarse a la vida sea lo más humano. ¿No lo será más amar los límites que dan sentido, sabor e importancia a nuestras vidas?

Necesito además morirme para recordar que yo no importo tanto. Empezando por los propios transhumanistas, el mundo está hasta los topes de gente que se da unos aires terribles, gente que considera que su desaparición sería como para que detuviesen el planeta. «No somos nadie», solía decirse antes cuando moría alguien; ésa es la expresión —poco instagramera, todo hay que decirlo— que en realidad nos honra. Bien pensado, es una bendición ser finito, poco importante. Amo profundamente la vida, pero no se me escapan sus peajes; supongo que hay que pasar mucho tiempo en el mundo de mentirijilla de Silicon Valley para que eso se te olvide. Quiero irme y que me lloren, sí, y descansar, finalmente.

La muerte ha sustituido al sexo como lo innombrable. La especialidad contemporánea es su camuflaje; huimos y nos avergonzamos de lo peor por temor al contagio. Craso error: habrá (hay) más miedo, porque la consternación se aviva con la sorpresa, cebándose con quien no está bien dispuesto. El miedo es infinitamente peor que el dolor, porque siempre empobrece, mientras que el dolor, cuando tiene sentido, por definición ilumina. La muerte es maestra y no enemiga de la vida; Freud lo sintetizó en una frase en la que parafraseaba a Vegecio: si vis vitam, para mortem («si quieres vivir, prepárate para la muerte»). Hay muchas cosas que los antimortalistas no están ponderando en su bobo sueño de una vida terrenal y eterna. No han escuchado, por ejemplo, la justa advertencia de Woody Allen: «Lo malo de la eternidad es que se hace larga, sobre todo hacia el final».

David Cerdá
Soy economista y doctor en filosofía; consultor en gestión, innovación y personas, conferenciante y profesor en escuelas de negocio. Escribo (con Ética para valientes, 2022, serán siete 'hijos') y traduzco (más de una veintena de títulos: Shakespeare, Rilke, Deneen, Furedi, Tocqueville, Stevenson, Lewis, Ahmari y McIntyre entre otros). Más información en dcerda.com