En 1906 y en la Universidad de Stanford, William James, padre del pragmatismo, filósofo y pionero de la psicología en Estados Unidos pronuncia una conferencia que titula El equivalente moral de la guerra. El título tuvo que dejar por fuerza patidifusos a los asistentes: James no sólo era un pacifista convencido, también sabía de lo que hablaba, pues había vivido la guerra civil de su país, sin combatirla por causa de diversas enfermedades (dos de sus hermanos sí lo hicieron), y la Guerra hispano-estadounidense. Explicaba James a los estudiantes de Stanford que «la belicosidad está en nosotros», y que tendríamos que considerarla con mejores ojos, con menos miedo y más audacia. «Nuestros ancestros han introducido esta belicosidad en nuestros huesos y su tuétano, de modo que miles de años de paz no la van a extirpar», añadía. Constituye uno de los grandes logros morales de la humanidad haber creado mecanismos para evitar guerras y conflictos destructivos, para reducir la crueldad y el sufrimiento. Pero la belicosidad no es extirpable y no debe ser extirpada, aseguraba James, porque hacerlo es empeorar al ser humano y ponerlo a los pies de los caballos de los abusones y los miserables.
Lo que hay que hacer con esa belicosidad nuestra es canalizarla para que proteja la dignidad, la igualdad de oportunidades y la libertad, para que sea una fuerza moral que a todas luces escasea, viendo con cuánta docilidad nos dejamos hacer en tantas ocasiones. También afirmamos que con fulanito o menganita «me iría a la guerra». ¿Qué queremos decir con ello? Que las mejores personas son las dignas de confianza en las peores circunstancias, y que hace falta pasar por determinadas experiencias fundantes para que el carácter se enderece y se acorace. Nos lo ha recordado Volodímir Zelenski, quien, enfundado en caqui desde hace un año, puso en apenas semanas a muchos de nuevo a lo serio, a reconocer que hay cosas por las que merece morir si es preciso. Lo que ocurre en Ucrania es un drama sin paliativos, y tiene sus recovecos geopolíticos. Punto y seguido: ¿cuántos europeos han recordado la razón de ser de estas libertades que disfrutamos, entendiendo además qué va a pasar con ellas si no estamos dispuestos a defenderlas, preferentemente antes de que caigan bombas en nuestro suelo?
«Es deber de la humanidad», dice el pacifista James, «mantener ese reservorio de carácter militar». ¿Se atrevería alguna figura pública de hoy a decir esto? Quien crear que el obvio «no» se debe a que hemos «avanzado moralmente», que le dé una vuelta: la guerrera y el guerrero han sido una fuente de inspiración moral indudable, pues más allá de lo sanguinario del combate y de las razones de conquista sabemos que quien lucha muchas veces defiende a su gente arriesgándolo todo. Esta es la razón, y no esas tabletas abdominales retocadas por ordenador, de que la película 300, memoria actualizada de la batalla de las Termópilas, siga enardeciendo a tantos pacíficos.
Por la misma razón, una polis sana respeta e incluso admira a sus cuerpos de defensa, Policía, Guardia Civil, Ejército y el resto. Es cuestión de agradecimiento y decencia. Esa admiración no es nunca acrítica: en esos cuerpos hay personas que se equivocan y hasta malintencionadas, porque no los conforman seres de luz, sino humanos. Pero sabemos que, ovejas negras aparte, son gente honorable que emplea su belicosidad para servirnos a nosotros. Hay una escena en Algunos hombres buenos, la excelente película con guion de Aaron Sorkin, en la que se explica bien esto. Un par de militares son juzgados por asesinato. Se encargan de su defensa el teniente Weinberg y la capitana Galloway; pero el primero con la nariz tapada y la segunda con reverencia. El primero, visiblemente enfadado, le pregunta cómo es posible que le gusten tanto esos dos militares (y presuntos asesinos), a lo que ella responde: «Porque protegen el muro y dicen: “Nada te va a hacer daño esta noche, no durante mi guardia”».
Precisamente para desactivar el militarismo cruento y desnortado necesitamos una alternativa: crear situaciones de conflicto y peligro que nos den moralmente lo que nos da la guerra, sin sus desastrosas desventajas. Nos sobran entretenimientos banales (¿cuántas horas pasamos espiando vidas ajenas o viendo chorradas?) y nos faltan experiencias serias. Necesitamos itinerarios guerreros que nos enfoquen al bien y al compromiso con nuestros iguales. Esa será además una fuente de gozo, porque cuando luchamos, nos acrecentamos. Hablando de sus propias experiencias en la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, Sartre lo expuso de este modo: «No sé si la gente me entenderá si digo que el horror era intolerable pero que nos sentaba bien». Carece de sentido volver a pagar ese precio; no obstante, tenemos que averiguar cómo reconectarnos con nuestro coraje, porque además cuanto más fuertes y valerosos seamos menos probable será que volvamos a entrar en guerra.
«Todas las cualidades de una persona adquieren dignidad cuando esta sabe que el servicio a la colectividad que pertenece le necesita», dice James. Hace tiempo que la clase política desconectó de la polis; pero es mucho más grave y desesperanzador que lo hagan los propios ciudadanos. «No me cabe la menor duda de que los orgullos y vergüenzas ordinarios del hombre social, una vez desarrollados con cierta intensidad, son capaces de organizar el equivalente moral del que hablamos», añade James. De lo que se trata es de potenciar ciertas emociones morales imprescindibles, porque «el tipo de carácter marcial puede propiciarse sin la guerra. El honor esforzado y el desinterés abundan en todas partes». Tenemos que crear urgentemente oportunidades para enorgullecernos de nuestra polis. Con las competiciones deportivas no nos basta, porque no pasamos de espectadores; tenemos que involucrarnos en el bien ajeno. Como dice el autor de Pragmatismo, «lo único que necesitaremos en adelante es inflamar el temperamento cívico como parte de la historia ha inflamado el temperamento militar».
Si no lo hacemos seguiremos por la peligrosa senda actual, derrotista, cínica, bajuna. Sucumbiremos finalmente al plan de la casta política —que no sólo no ha desaparecido, sino que anda crecida—: construir una distopía de miedo y victimización que ella pueda ordeñar a su gusto. Es del todo conveniente para la mediocracia que no se cultiven caracteres fuertes, que abunden, en cambio, los resilientes, que es el disfraz que ellos le han tejido al borrego. Así se construye poco a poco el «Mundo Feliz» de Aldous Huxley, dando cumplimiento a lo que afirma su líder y arquitecto, Mustafá Mond: «La civilización no tiene necesidad en absoluto de nobleza y heroísmo. Estas cosas son síntoma de insuficiencia política. En una sociedad organizada convenientemente como la nuestra, nadie tiene la ocasión de ser noble o heroico».
La valentía es un comportamiento, y como todos los comportamientos, se entrena. Pero no basta con adquirir los conceptos, no basta con filosofía y arengas: hacen falta experiencias. Tenemos por delante la perentoria labor de diseñar itinerarios educativos —en el más amplio sentido: en la sociedad civil, además de en la escuela y en casa— que nos fortalezcan. En su alocución ante los universitarios, James se refiere al «instintivo desagrado que produce un estado indeciso de la mente». Es una mezcla de abulia y hesitación la que en muchos casos está quebrando a los jóvenes, faltos de propósito y carácter. Por supuesto, esto no va a oírselo usted a los politicastros de turnos, cuyo mensaje invariablemente nos victimiza («todos estamos mentalmente enfermos») para poder vendernos después que ellos conseguirán que cada español tenga un psicólogo de cabecera. La cuestión de la salud mental es enormemente compleja; pero sé de primerísima mano que una importante porción de los casos de ansiedad y depresión que proliferan tienen causas morales, es decir, que ocurren por falta de sentido y exceso de egoísmo, cuestiones que afectan a la conciencia.
Ya incluso quienes objetaron al servicio militar comienzan a darse cuenta de la necesidad de un equivalente civil que nos construya; hasta mis amigos más pacifistas de antaño miran asustados a lo que hay y demandan algo similar, aunque sin heridos ni muertos, dando así la razón a lo que H. G. Wells advertía:
En muchos sentidos, la organización militar es la más pacífica de las actividades. Cuando el hombre contemporáneo sale de la calle, de la publicidad clamorosa e insincera, del empuje, de la adulteración, de la venta a bajo precio y del empleo intermitente, y entra en un plano social más elevado, en una atmósfera de servicio y cooperación y de emulaciones infinitamente más honorables […]. Se les alimenta y se les entrena para mejores servicios. Aquí al menos se supone que un hombre gana la promoción por olvido de sí mismo y no por búsqueda de sí mismo.
Han sido décadas transmitiendo a nuestros hijos que están en este mundo para emprender un solipsista viaje interior, para cumplir sus sueños, ser felices y realizarse, una mentira replicada por los pastores políticos que nos aturden los oídos con «nuestros derechos». ¿Cómo iban a hablarnos de deberes quienes constantemente incumplen los suyos? «Tenemos que preservar algunos de los viejos elementos de la antigua disciplina militar», les decía James a los universitarios, a los que habló del disgusto ante la blandura y el amor a la intrepidez, del reconocimiento de la autoridad y el cultivo del desprendimiento. Si pudiésemos poner a la gente a trabajar en «los intereses constructivos», les decía James, y ver ese trabajo como parte de una lucha valiente y colectiva, «nos quitaríamos el infantilismo», tendríamos «simpatías más sanas e ideas más sobrias» y «pisaríamos la tierra con más orgullo». Eso es lo que necesitamos: grandes causas comunes, corazones cálidos y acerados y en definitiva razones para el pundonor y para sentirnos capaces.
«La esencia de la creencia», nos enseñó James, «es el establecimiento de un hábito». La creencia predispone a la acción, y hay una creencia esencial en términos morales: el autorrespeto. Sin eso, el convencimiento de que somos una dignidad que nadie debe humillar, somos presa fácil para los maleantes. Lo que hemos tenido en los últimos tiempos es más bien lo contrario: alaridos indignados ante lo más ridículo, hashtags de caniche y performances genuflexas. Escuchemos a James y pensemos como sociedad civil en cómo crear ese equivalente moral de la guerra. Lo necesitamos para no seguir en la dirección actual hasta llegar al punto de la cobardía sin retorno, el punto en que, como dice James, «los poderosos imponen lo que pueden y los débiles otorgan lo que deben».