De modo que esta es la nueva (vieja) idea: hay que asumir, no, hay que aplaudir la presencia de los dispositivos móviles en las aulas, porque el mundo es digital, y prohibir su uso en clase, cosa que ya se hace en muchos sitios y para la educación pública muchos reclaman, resultaría anacrónico. Porque, además, ya saben, está «prohibido prohibir»; ecos de mayo del 68: el único de nuestros meses que siempre será joven. Prohibir es fatal y no ayuda a desarrollar una relación sana con estas máquinas, que «son el futuro», aunque no se sepa el futuro de qué y en realidad sean el presente. Resulta, además, que nuestro tiempo es así, y nada lo puede cambiar, y ser moderno es ser resiliente y en definitiva consiste en tragar con lo que a uno le echen. Con esta ensalada infame de mentiras y falacias se nos desayuna ahora, y a quien no coma le espera la misma ración para el almuerzo, la merienda o la cena.

Si no está todavía en la modernidad, querido lector, coja su móvil y lea. Por ejemplo, ¿El móvil en el aula? Ideas, ventajas, retos y posibilidades, donde se hace notar la ausencia del término «desventajas», no digamos «problemas». Incluso el cyberbullying es solo un «reto», y entre las «posibilidades» de los móviles está, pásmese, «realizar vídeos de las visitas a museos» (en lugar, por ejemplo, de ver y disfrutar concentrados lo que allí se muestra). O lea El uso del móvil en las aulas: educar en el mundo real, donde se nos dice que «el reto es incorporar los teléfonos móviles a las aulas como recurso educativo. Enseñar a los niños y a los adolescentes a hacer un uso correcto», que viene a ser como enseñar a los niños a comer mediante el ingenioso método de añadir comida, bebida y cubiertos a todas las clases. Todo es un desafío o un reto cuando hay por medio dinero.

Leemos, además, que en el instituto Torre Palau de Tarrassa «el móvil forma parte de todo un contexto de centro, de un proyecto de convivencia», y que en la escuela Virolai de Barcelona también creen que, si se prohíben los móviles en las aulas, «se eludirá la posibilidad de educar en el buen uso y de descubrir a los niños las posibilidades educativas que tienen estos aparatos». Posibilidades estas por lo visto distintas a las de los ordenadores que llevamos utilizando sin mayores problemas hace unos cincuenta años, mientras que ahora, por ejemplo, los jóvenes apenas saben usarlos, ni podrán trabajar con ellos, si no se ponen las pilas.

Cuando todas estas pamplinas quedan al descubierto, sale el siguiente conejo de la chistera: «No se trata de prohibirlo, sino de enseñar a controlar su uso; edúquese a los menores en su uso responsable». ¡Qué idea tan revolucionaria! Los smartphones llevan su buen cuarto de siglo con nosotros, y Facebook se fundó en 2004, pero seguro que nunca se han explicado, ni en el colegio ni en los hogares ni en ninguna otra parte, las desventajas (los problemas) atencionales y cognitivos que plantean unas tecnologías que fueron diseñadas emulando a las tragaperras. El consejo todavía puede engalanarse: «¿Y si los usamos para mejorar el aprendizaje?». Por supuesto, pero ¿a qué coste? ¿O es que acaso no hay problemas y desventajas? ¿Cuánto voy a perder por ganar lo que me da usar Kahoot en una actividad? (Kahoot es algo tan tonto como un preguntas y respuestas por internet, aunque muchos hablan de eso como si fuese una revolución pedagógica).

Se esgrime también, en apoyo de esta tropelía, la alfabetización digital. Si tecleo «alfabetización digital» en mi buscador Google encuentro esto en unos diez segundos: «La alfabetización digital es la capacidad de una persona para realizar diferentes tareas en un ambiente digital. Esta habilidad incluye la competencia para localizar, investigar y analizar información, así como ser capaces de elaborar contenidos y diseñar propuestas, a través de medios digitales». No consigo que me suene a algo que se tarde en aprender más de diez horas, incluso si se tienen sesenta años. Se añade, tras la definición, que también es «una nueva forma de comunicación, de creación y comprensión de la información» y que consiste en «comprender y aplicar estos nuevos usos para hacer que nuestra vida mejore, seamos más productivos y eficientes en ella». Naturalmente, todas estas cosas las tendrá que enseñar alguien, o no necesitamos al profesor ni la clase; y será parte de un contenido específico, no va a ocurrir por dejar que el alumno use el móvil en la clase de Lengua o de Matemáticas, es decir, porque haga, en esa clase, lo que hará justamente cuando abandone el aula: entretenerse. Y para que funcionen hará falta, digo yo, que el alumno sepa en qué consiste una vida buena (¿cómo, si no, va a poder mejorarla?), y qué lugar tienen la «productividad» y la «eficiencia» en ella. ¿Pero qué estoy diciendo, si ya no existe la asignatura de Ética?

Les voy a contar qué es un dispositivo móvil en clase: una puerta de salida encubierta. La pantalla saca al alumno del aula, de modo que el acto se convierte en educación sin educación, o lo que es lo mismo, en una farsa: «hagamos como que enseñamos y ellos harán como que aprenden». La mera sugerencia de que un profesor tendría que hacer sus clases de modo que un cerebro en construcción cuya capacidad de concentración y autocontrol están por hacer decidiese atenderle a él en vez de a los goles del Betis, el resumen del último reality o cosas peores es un insulto a la inteligencia. Ni haciendo el pino mientras se traga un sable conseguiría un profesor eso, porque básicamente compites contra los magos del entrenamiento y al final contra natura; no hay ley más inexorable que la del mínimo esfuerzo. Dejamos para otro día preguntarnos por qué deberían docentes y alumnos rebajarse a semejante contienda, porque preguntas morales, lo hemos dicho, ya no nos quedan.

Hablando de anacronismos, ahí va uno que sangra: tardamos centenares de miles de años en desarrollar la escritura y la lectura, pero cada vez hay más gente que apenas lee y a la que le cuesta escribir. Digamos que leer y escribir era un problema superado en el que nos hemos vuelto a meter en beneficio de unos pocos multimillonarios, a cambio, sobre todo, de perder el tiempo en Youtube, Instagram o TikTok. También sabíamos conversar, dedicar tiempo a conocer a otras personas para amistarnos o amarnos, pero lo hemos olvidado para progresar a la casilla rápida, cosificadora y despistada de Tinder. Y nos costó unos miles de años conseguir que la mayor herramienta para el conocimiento profundo que existe, el libro, estuviese a disposición de casi todos, pero también estamos dejando atrás esa experiencia para retroceder mientras creemos que avanzamos.

La cuestión del mantra este de la «educación anacrónica» es que hay mucho enterado opinando sin haber pisado en quince años un aula. Y mucho paniaguado, y mucho abducido por las ventajas como entretenimiento que los teléfonos les proporcionan, aunque luego, al salir al mundo real y darse uno cuenta de lo poco que sabe, o de que carece de habilidades sociales —porque en el recreo ya no se habla, se desaparece—, llegan los llantos. Para entonces será el momento de quejarse del paro en España (con mis titulazos), de los trabajos basura, de que no hay empresas, etcétera; entonces llegará el momento de victimizarse.

Es un avance (poco moderno: yo ya tenía, y tengo una pila de años) que haya aulas de informática y ordenadores o tablets disponibles para actividades concretas. Pero eso no tiene nada que ver con lo que aquí se ha descrito. Se están haciendo libros de texto (libros de texto) con códigos QR que requieren de dispositivos móviles en clase. Los niños están leyendo en sus casas los libros que se les piden (es un decir: los resúmenes que piratean) en el móvil. No hay compañía tecnológica que no se vanaglorie de una unidad educativa que mete sus zarpas en las aulas. Entre tanto, los capitanes de la industria y otros mercachifles del asunto llevan a sus hijos a colegios exclusivos en los que los dispositivos desatencionales se prohíben. Todo esto es una locura, un enorme y sinvergüenza foco de desigualdades y una gigantesca estafa.

Incluso siendo erradicados de las aulas y de las horas caseras dedicadas al estudio, los chicos seguirán usando sin problemas los móviles sus buenas dos-cuatro horas diarias; es uso más que de sobra para no «quedarse fuera del mundo real», como los charlatanes auguran. Aparten los dispositivos desatencionales de los cerebros en construcción de nuestros hijos: háganlo en las escuelas, en los institutos y hasta en las universidades; los padres lo haremos en casa.

David Cerdá
Soy economista y doctor en filosofía; consultor en gestión, innovación y personas, conferenciante y profesor en escuelas de negocio. Escribo (con Ética para valientes, 2022, serán siete 'hijos') y traduzco (más de una veintena de títulos: Shakespeare, Rilke, Deneen, Furedi, Tocqueville, Stevenson, Lewis, Ahmari y McIntyre entre otros). Más información en dcerda.com