Unos tarugos se han puesto a hostigar a turistas en Barcelona. Un señor está sentado en una terraza tomándose una caña y llega un activista contra el turismo y lo moja con una pistola de agua mientras lo culpa de la subida de los precios, la masificación del centro y la gentrificación de los barrios. Al final, el turista se marcha empapado, desconcertado y molesto. Bien pensado, podría ser peor porque estos de las pistolas de agua no le robarán el reloj ni le pegarán una paliza, pero es un triste consuelo.

En realidad, resulta evidente el deterioro de las ciudades por el turismo de masas. Fenómenos como la turistificación, la gentrificación y la uberización comparten el efecto final de expulsión de las clases populares de los barrios céntricos y una progresiva alienación de los habitantes de los lugares al que afluyen las masas de turistas. A esto se suma el culto del ocio. Los vecinos de la plaza de Olavide, en el centro de Madrid, padecen el ruido incesante de sus terrazas. Hay calles como Fuencarral por cuya acera apenas se puede transitar a pie entre las mesas y las sillas, los patinetes y las bicicletas.

Es un mal en todo el mundo. En Machu Pichu han tenido que regular las visitas y sólo puede ascenderse acompañado por guías cualificados. En el Masai Mara, la otrora reserva natural en el sudoeste de Kenia, las colas de turistas en sus vehículos todoterreno —piensen en el ruido, en el deterioro del paisaje, etc— han terminado alterando el hábitat de los animales. En Roma y en otras ciudades italianas resulta casi imposible visitar nada. De Atenas ni les hablo. Todo el mundo, en fin, quiere su selfie.

Sin embargo, el precio que se paga por ese turismo exorbitante, esa foto fugaz y esa pretendida prosperidad —habría que hablar mucho sobre la precariedad, los contratos de temporada y los salarios bajos— es la desaparición de una cultura. En efecto, la turistificación y la gentrificación que lleva aparejada conducen a la desaparición el comercio de proximidad y, en general, la vida de barrio. En torno a los edificios que ciertos inversores compran para hacer viviendas de uso turístico florecen los kebabs, las franquicias y los «lockers» para mochileros y caen en el olvido las tiendas de siempre.

De este modo, se va desertificando el paisaje urbano y se va jalonando el camino a la uniformidad que, so pretexto de cosmopolitismo, sólo conduce al empobrecimiento. La misma cafetería, la misma hamburguesería, la misma barbería… En Pekín apenas queda nada del urbanismo tradicional chino. Los bellísimos «hutongs» han desaparecido, pero los turistas pueden tomarse sus «caramel macchiato» y sus «chai latte» igual que si estuviesen en Nueva York o en Londres. En Madrid, la supresión de las aceiteras en los bares ha conducido a la agonía de la tostada con aceite y tomate, muerta a pellizcos con esas botellitas de 12 ml.

Entre los árabes, el primer mandamiento es la hospitalidad. Quizás por eso los admiro tanto. Una gente que ofrece tres tazas de café —la primera por el amigo, la segunda por el alma y la tercera por la espada— tiene un tesoro que entregar al mundo más valioso que todo el petróleo. Hostigar a los turistas es una barbaridad. Yo recuerdo aquella España hospitalaria en la que no todos hablaban inglés, pero cualquiera estaba dispuesto a enseñar nuestro idioma. Me acuerdo de aquella Barcelona luminosa en que uno podía caminar por la noche sin miedo al robo ni la puñalada. Madrid era más austero, quizás más pobre que ahora, pero rebosaba humanidad. Tal vez por eso era una ciudad tan hospitalaria, tan llana, tan abierta. Hoy resulta casi imposible caminar por el centro sin sortear patinetes, bicicletas y turistas con «trolleys». So pretexto de ser «ciudadanos del mundo» nos hemos alienado de los lugares que nos vieron crecer, nos los hemos dejado arrebatar y esa desposesión es dolorosa. Supongo que también los turistas eran diferentes.

Este modelo de turismo de masas nos está matando el espíritu y, sin él, no son posibles la humanidad, la hospitalidad ni la acogida. Difícilmente puede abrir sus puertas quien se siente desposeído de su hogar. Hay que parar un poco. Necesitamos reducir los flujos de gente a una escala humana. Hemos de detener lo que parece imparable: el pretendido progreso. Quizás lo que nos hace falta sea lo contrario: el regreso.