Comprendes que hay un problema con la autoridad a la decimonovena vez que en Twitter te dicen, sin fundamento, que estás sirviéndote de la falacia ad verecundiam o «argumento de autoridad». «Aquí hay un artículo», piensas, pero esta vez no para hablar del absurdo e indiscriminado uso de la palabra «falacia» (muchos no la distinguen de la mentira), sino por lo que denota respecto a la autoridad misma.

Como escribía Arendt hace ya sesenta años, la autoridad se ha esfumado del mundo moderno. Esta ausencia es muy palpable en casi todas las comedias familiares más exitosas. Los Simpson, American Dad, El asombroso mundo de Gumball: es muy difícil dar con una película o serie de este tipo en la que no se ridiculice a los padres, es decir, la autoridad primigenia, la que se fragua en el hogar y es base de las otras. Las madres y los padres —sobre todo estos últimos— que aparecen en estas series son invariablemente imbéciles y están en todo momento sobrepasados. Su mayor aspiración es parecerse a sus hijos, a quienes exasperan por su cortedad de miras y su insistencia en imponer normas, exhibiendo su autoridad, en lugar de relajarse y disfrutar del jolgorio.

«Prohibido prohibir», coreaban los universitarios parisinos en mayo del 68; de eso no nos hemos recuperado. Como expone Chesterton en su breve ensayo Las malas comparaciones, existe cierto prejuicio instintivo contra la palabra «autoridad», un prejuicio que se ha agudizado en el siglo transcurrido desde que él escribía esto: «O bien dan por sentado que autoridad es una forma pomposa de referirse a los meros abusos, o bien, en el mejor de los casos, piensan que los meros abusos son un exceso de autoridad. Pero los abusos son prácticamente lo contrario de la autoridad». Es dramático constatar cómo crece el número de personas que interpreta toda jerarquía como un humillante sometimiento, negando algo tan básico como que en toda agrupación humana existe una escala que gradúa la responsabilidad que le corresponde a cada uno, y gente que sabe más y menos de algo. No obstante, como indica Chesterton, «la tiranía es lo contrario de la autoridad, pues la autoridad es simplemente el derecho y nadie dispone de autoridad a menos que tenga derecho a hacer algo, y por tanto haga bien haciéndolo». Como saber y decidir entraña responsabilidades, es decir, deberes, ¿cómo podríamos negarles a los responsables algunos derechos, por ejemplo, a ser tomados en serio?

A esta subversiva idea de que todos podemos todo y sabemos de todo han contribuido decisivamente el espejismo de internet, intereses comerciales espurios e ideologías que se sirven de borregos a los que visten de lobos. El producto de este aquelarre es más abusos, y no menos. «La autoridad siempre demanda obediencia y por este motivo es corriente que se la confunda con cierta forma de poder o de violencia», escribe Hannah Arendt en Entre el pasado y el futuro. «No obstante —sigue—, excluye el uso de medios externos de coacción: se usa la fuerza cuando la autoridad fracasa». Deberíamos estar al tanto de esta diferencia, visto lo visto: potestas no es auctoritas. La pandemia ha proporcionado sobradas imágenes de esto, imágenes que no vinieron de Kinsasha ni de Kabul, sino de las hiperpudientes Sídney o Toronto.

Tampoco es la autoridad persuasión o argumentos, sino orden jerárquico. Por eso es una tontería que me hayan dicho en Twitter diecinueve veces que esgrimía la mencionada falacia cuando salían a relucir mis estudios (con el único fin de que me dejasen de mandar a leer a autores que conocía). Hemos pasado de mandar a callar a la gente con un doctorado a que tener un doctorado sea opresivo, y a que el conocimiento en sí sea una forma de humillar a quien, por hache o por be, no sabe de lo que habla. En una ocasión reciente en que traté de explicar que el cochambroso pictoline de Popper es esencialmente opuesto a lo que Popper escribió en La sociedad abierta y sus enemigos, alguien cantó el bingo del «argumento de autoridad» porque resulta que yo, a diferencia de mi acusador, había leído la obra.

Es fácil adivinar lo que se sigue de esto: el fin de las vías ascendentes del carácter. La autoridad legítima es una llamada a la superación personal, un acicate para el perfeccionamiento propio. Admiramos la autoridad de quien se la ha ganado, en una cancha, una cátedra o un parlamento; y la admiramos sin necesidad de comulgar con ruedas de molino. La admiración es una suerte de escalera por la que uno asciende o desciende, según acierte o se equivoque en sus admiraciones. Pero, ¿qué estoy diciendo? La negación de la autoridad, al cancelar toda jerarquía, implica que no hay mejor ni peor, arriba ni abajo; todos chapoteamos en la misma charca y no hay nada superior en lo que fijarse y, consecuentemente, tampoco hay incentivos para la mejora. ¿Hay algo más reaccionario que eso?

Hay que hacerse acreedor de la autoridad demostrando una humanidad sin fisuras, algo que se revela, especialmente, en el reconocimiento del valor ajeno. «Además —concluye Chesterton—, uno sólo puede tener autoridad si admite que hay alguien mejor que él, mientras que el déspota no se fija en nadie más que en sí mismo». El igualitarismo (que no tiene nada que ver con la igualdad de oportunidades) es despótico; la existencia de niveles es una oportunidad para el pundonor, la brega y la valentía. «Abusar de la autoridad es lo mismo que atacar a la autoridad», dice Chesterton. El descrédito de la autoridad proviene del abuso de poder de los innumerables déspotas que hemos sufrido. De ahí que el único camino posible sea el de la legitimidad, cosa esta sí que las nuevas generaciones, me parece, llevan mejor aprendido.

La quiebra de la autoridad, dice Arendt, es otro nombre para la quiebra de la tradición. Y aquí es donde conviene dejar atrás ingenuidades y equívocos y decir que se puede vivir bien sin religión, pero no sin religación con quienes nos precedieron y con quienes estarán por aquí cuando nos hayamos ido. Se suele mirar a la tradición como una deuda con el pasado, olvidando que también es una deuda con el futuro. La tradición bien entendida es la defensa de los buenos; la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas, en la lúcida expresión de Gustav Mahler. El sustantivo auctoritas proviene del verbo augere, que significa «aumentar», y eso es lo que la vida buena nos pide, que dejemos este lugar con un stock superior de bien al que encontramos.

La ausencia de autoridad crea un vacío que antes o después ocupa la violencia; basta observar las vejaciones y agresiones que hoy sufren los padres y los profesores para entender lo inescapable que este principio resulta. También la violencia del Estado, cuando deviene despótico; la aplicación imparcial de la ley es la autoridad que crea la convivencia justa. «La ley es el déspota de los gobernantes, y los gobernantes son los esclavos de la ley», escribió Píndaro; así se entiende mejor que en esta última legislatura hayamos visto un ataque constante y feroz a la judicatura por parte de políticos que, en gesto totalitario, no están dispuestos a someterse a autoridad alguna.

En su legítimo intento de soltar lastre para avanzar a más velocidad por la senda del progreso, el novismo —la entronización de lo nuevo— se absolutizó y perdimos la perspectiva de lo bueno. La tradición (parece mentira que haya que aclararlo) no es sólo un depósito de herrumbre y escombros, ni sólo y exclusivamente privilegios de clase; contiene mucho de lo que hace que el mundo se mantenga en pie y sea libre. La desconexión total del pasado diluye nuestras vidas como azucarillo en agua caliente, porque no venir de ningún sitio es no ser nadie, o peor, tener que procurarse esas identidades en el mercado ideológico o en el de las marcas comerciales, y/o fundarlas en las inclinaciones sexuales. «El hombre no puede lograr la profundidad si no es a través del recuerdo», escribe Arendt; sin volver a pasar por el corazón la experiencia de quienes nos precedieron y sin perspectiva de contribuir a un futuro somos frágiles chalupas que basculan y al final embarrancan en el cieno. «Si se pierde la autoridad —finaliza Arendt—, se pierde el fundamento del mundo».

No va por buen camino el siglo. Vivimos tiempos cada vez más totalitarios precisamente porque cada vez hay menos autoritaristas (que no autoritarios), es decir, menos personas que admiren la autoridad legítima. Exacerbar la libertad negativa —«que nadie me impida nada»— tiene estas consecuencias. Ahora bien: el deber es autoridad, la obligación, también, la responsabilidad, otro tanto, y al bien conducen el deber y la obligación por la vía de la libertad positiva, que es el poder de ser responsable. Lo que viene tras el fin de la autoridad no es el nirvana idiota de los comunistas, los jipis o los sesentayochistas, sino la tiranía, por más que se presente envuelta en lustroso papel de regalo.

David Cerdá
Soy economista y doctor en filosofía; consultor en gestión, innovación y personas, conferenciante y profesor en escuelas de negocio. Escribo (con Ética para valientes, 2022, serán siete 'hijos') y traduzco (más de una veintena de títulos: Shakespeare, Rilke, Deneen, Furedi, Tocqueville, Stevenson, Lewis, Ahmari y McIntyre entre otros). Más información en dcerda.com