Ifaluk es un atolón de las Islas Carolinas en el Pacífico Norte. Forma parte de los Estados Federados de Micronesia, un nombre de país cuya mera concepción es hermosa en su menudencia. Toda época del año es ideal para atender lo pequeño, y entender la pequeñez propia; pero es tal vez el verano, por el modo en que apaga las estridencias y nuestro nervioso tráfago, el tiempo ideal para reconectar con lo diminuto, sentido y verdadero.
La gente de Ifaluk ha dado nombre a un sentimiento, el fago, que es una mezcla de compasión, amor y tristeza. Se siente ante quien vemos necesitado, y nos impulsa al cuidado, a sabiendas —ahí está la pena— de que algún día marchará de nuestras vidas y lo echaremos de menos. El fago sucede cuando amamos a quien depende de tal manera de nosotros que nos apabulla su fragilidad y transitoriedad, y en realidad la de ambos. Nuestros hijos y nuestros padres cuando declinan nos inducen a ese sentimiento, al menos cuando tenemos el corazón entrenado; también el vulnerable anónimo, cuando la vida nos sitúa en la tesitura de poder aliviarlo. La clave sentimental está en que la compasión y el amor mitigan la tristeza; la pena no derrapa en desesperanza. Digamos que es padecimiento opuesto al cinismo y a lo que abunda en cualquiera de las distopías de ahora, como las que escribe Margaret Atwood.
Nosotros no tenemos esa palabra, pero la necesitamos. Se me ocurren dos situaciones paradigmáticas que van a generarnos fago. La primera es la salida de nuestros hijos de casa y cómo nos desvivimos porque esa transición sea amable. Sabemos que se van al ancho mundo —¿cómo no sentir compasión por ellos, sabiendo lo perra que es a veces la vida?— y eso nos entristece, al tiempo que nos encanta ver, si la cosa fue medio bien, en qué se están convirtiendo. Hay orgullo y miedo ahí, y esperanza, un volcán de sensaciones encontradas tan intemporal que cuando oímos a Serrat cantarlas (hace 52 años que estrenó su canción), se nos sigue poniendo un nudo en la garganta: «Qué va a ser de ti lejos de casa / nena, qué va a ser de ti». Los Tupperware de papá o mamá también tiene que ver con eso, y las llamadas, y algunas otras cosas más o menos ridículas y entrañables.
La otra situación se da cuando decimos adiós a nuestros padres cuando afortunadamente se mueren, como se decía antes, «de viejos». Los vemos apagarse y nos llenamos de amor, por supuesto, pero también de compasión —uno sabe qué es la dignidad, a poco que tenga sangre en las venas, cuando contempla el desvalimiento de un ser humano, su índole quebradiza— y desde luego de tristeza, porque la decrepitud no tiene ni puñetera gracia, para qué engañarnos. Estar con ellos y ayudarles nos sirve tanto más a nosotros que a ellos; nos humaniza. Resulta, además, que al verlos bajar por el tobogán de la vida nos vislumbramos a nosotros mismos, y, claro, casi parejo al miedo por nuestros hijos es el que nos da contemplar el ensayo de lo que, a última hora, nos espera. Fago.
Por valiosas que sean estas experiencias, hay gente que está dispuestísima a perdérselas y ahorrarse el fago. Gente a la que lo humano se le atraganta. Gente que por esta razón y por otras prefiere los perros a los niños y aparcar o invisibilizar a sus mayores o cruzar los dedos para que la parca corte el hilo antes incluso de que declinen. Supongo que en el primer caso todavía es posible aspirar a una variante menor de fago; en cuanto al segundo, pues sí, no lo sientes, pero también hay que decir que son personas a las que su propio declinar las toma al asalto y con abundante espanto. Cada vez escucho a más gente —ya es seguramente una mayoría— querer saltarse esa parte y aspirar a una muerte fulminante, digamos, a los setenta. En la cresta de la ola, vistiendo y viviendo como adolescentes, y, a lo mejor, glamurosos y recauchutados; al primer impedimento serio, pastilla y entierro. Verán lo que pasa como sigamos jugando a naturalizar la eutanasia no ya para casos de extremado sufrimiento, sino meramente de inconveniencia. Al tiempo.
Personalmente, prefiero la vida con su paleta sentimental completa. Sabíamos al criar a nuestros hijos que llegaría el día en que saldrían al mundo, y que este, a pesar de nuestras sobreprotecciones y hasta con más intensidad por ellas, no es una guardería. Y atisbamos con naturalidad, cuando no caemos en autoengaños, que, como igualmente canta Serrat, llegar a viejo está cuajado de bromas pesadas. «Si tuviese más ventajas / y menos inconvenientes / si el alma se apasionase / el cuerpo se alborotase / y las piernas respondiesen / y del pedazo de cielo / reservado, para cuando / toca entregar el equipo / repartiesen anticipos / a los más necesitados / quizá, llegar a viejo / sería todo un progreso / un buen remate / un final con beso». No es así y toca apechugarlo. Porque además la vida puede ser hermosa y estimulante y épica justamente porque, al final, te mueres.
Creo que si todo esto se nos hace cuesta arriba es porque nos sobran tonterías y nos faltan arrestos. Y porque nos hemos vuelto más emocionales y menos sentimentales, más superficiales, menos profundos. Pero siempre podemos retomar el verso de nuestra verdadera naturaleza sufriente y amante. Agosto es un mes como otro cualquiera para, entre foto y foto, baño y revolcón, cerveza y gin-tonic, echarle una pensada a lo poco que somos, lo breve que es esto y lo mucho que nos mejora poder ayudar a quienes estrenan vida adulta y a quienes van entregando el petate. Frente a ese fago que nos propician esas oportunidades que a veces llamamos «marrones», qué poca cosa es el éxito, la fiesta del cuerpo y el sexo, la actualidad y sus histerias, estar en el candelero y el resto de los ridículos neones.