No pasa un solo día sin que oigamos hablar de la importancia de las emociones; pero es rara la ocasión en que se nos recuerda la importancia de los sentimientos. Para empezar, es muy habitual confundirlos, cuando son muy distintos. Una emoción es un acontecimiento fisiológico, detectable en una contracción nerviosa en el estómago o en un rubor en las mejillas; algo muy básico y muy estrechamente relacionado con hormonas y neurotransmisores. Un sentimiento, en cambio, es una interpretación de una emoción, una evaluación en la que la razón interviene, incorporando un sinfín de matices. Así, la vergüenza, en tanto emoción, es un «cuadro fisiológico» universal y uniforme; pero hay incontables sentimientos de vergüenza distintos, y nada tiene que ver avergonzarse de la estatura de uno con avergonzarse de haber fallado a un amigo.

Los sentimientos son por lo tanto «productos mixtos», emocionales e intelectivos. De ahí que cuando decimos obedecer al corazón, como si fuera un tirano, sólo desde la simplicidad emocional podríamos justificarlo. En La gaya ciencia, Nietzsche cuenta una anécdota del escritor y filósofo francés Fontenelle, una ocasión en la que alguien le puso la mano en el corazón y le dijo: «Lo que usted tiene aquí, amigo mío, también es cerebro».

Las emociones son tan inconscientes como las ocurrencias; ambas «nos ocurren», en el sentido psíquico más profundo de la expresión. Prívese el lector por un instante de estímulos externos y atienda al flujo de su conciencia: descubrirá un sinfín de «pensamientos impensados», tan aparentemente ajenos a su gobierno como las emociones. Cualquiera que haya vivido un momento eureka, el instante en que emerge a la conciencia la solución a un problema previa e infructuosamente reflexionado durante un largo tiempo, sabrá a qué me refiero. En cambio, nuestros sentimientos, como nuestros pensamientos, son en su mayor parte conscientes y voluntarios. Las emociones son hechos, y nuestra voluntad apenas interviene en ellas; sin embargo, son posibles, y hasta frecuentes, los sentimientos erróneos, y en nuestros sentimientos nuestra voluntad es la protagonista. Decidimos sentir mucho más de lo que creemos.

Todo esto es de la mayor importancia para nuestras vidas, para su propósito y nuestras múltiples decisiones. El resultado de la confusión entre emoción y sentimiento es nuestra época: ultraemotiva y sentimentalmente pobre. Ha sido gracias a la rica trama sentimental de El equilibrio de las cosas que he recordado esta crucial distinción y cuánto nos afecta. Carlos Marín-Blázquez, minero de la cotidianidad, extrae metales sentimentales preciosos de la cantera del día a día, mostrándonos que hay muchas epopeyas corrientes que a lo mejor descuidamos por atender a esa actualidad tan grandilocuente e histérica que tanto nos desconcierta. Nos dice Marín-Blázquez, en definitiva, que es la vía sentimental, y no la puramente emotiva, la que puede proveernos la profundidad que nuestras vidas, para ser plenas, necesitan.

Hay que buscar entonces la profundidad sentimental por encima de la simplicidad emotiva; ir más allá, por ejemplo, de la machacona incidencia en la empatía, que no es más que ser capaz de entender la experiencia de otro. Tomemos por ejemplo la delicadeza. La delicadeza, por ser «atención» y «ternura» (DRAE), no sólo es una conducta, sino además un sentimiento capaz de mejorar nuestras acciones de mil maneras. Delicadeza, por cierto, no es pusilanimidad, sino todo lo contrario: es delicado quien siendo fuerte no avasalla y cuida, y las personas delicadas suelen ser tan serviciales con los más vulnerables como gallardas con los abusones.

También existen los sentimientos morales. Solemos elevar los afectos por encima de todas las cosas, en particular los eróticos; pero lo que caracteriza a una persona buena es esencialmente un corazón educado, coherente y henchido de coraje. Por eso es crucial devolver a la adolescencia al mágico reino de las mejores historias, que educan los corazones. Si ahora volvemos a hablar de que hay que recuperar los grandes libros (la noble cruzada de José María Torralba) es precisamente por lo mucho que moral y sentimentalmente nos ha sido arrebatado y ante todo requerimos en nuestras encrucijadas, también las adultas. Marín-Blázquez aborda con arte este cruce de las edades que tanto afecta a nuestros panoramas sentimentales: el viaje a la conciencia moral de Pedro; el torbellino afectivo que desata Carmen; la madura entereza de Luis, la remembranza del padre de Julio; y tantas otras honduras en las que no me extiendo por temor a destriparles alguna trama y alejarles del mismo placer que a mí me han provisto.

Uno de los grandes potenciadores del sentimiento es el conocimiento de lo humano. Conocer, por supuesto, no educa el corazón de suyo. Pero es claro que un interior pertrechado de coordenadas sobre cómo y por qué nos comportamos, qué nos hace sufrir y gozar y, en fin, todo aquello que nos ofrecen el arte, las ciencias sociales y las humanidades, nos predispone a una vida sentimental más rica. Quienes malentienden la cultura como la acumulación de textos o títulos descuidan que éste es el gran drama de que a las nuevas generaciones se les esté apartando a golpe de clic y dedo en pantalla del goce de los grandes libros: restamos vida a sus vidas.

Compruebo lo anterior con una experiencia que repito cada año con mis alumnos de grado de marketing a los que enseño «Desarrollo Creativo». Empiezo pidiendo que alcen la mano quienes, de la treintena que son, han escuchado o visto algo de ópera (suele alzarse una sola mano, y a veces ninguna). A continuación, les pongo a Daniela Dessì cantando Vissi d’arte, en una de las muchas veces que echó abajo un teatro siendo Floria Tosca. La primera vez que lo escuchan, en general, se quedan como estaban. Les pregunto si han entendido algo y me dicen que qué les estoy contando, que está en italiano. Les pregunto si les ha gustado y o me dicen que no o se encogen de hombros y afirman que ellos son más de trap y de reguetón y de cosas por el estilo. Como la creatividad y la innovación exigen conocer al cliente, un interés casi obsesivo en quien ha de usar nuestro producto o servicio, les pongo entonces a investigar: sobre Puccini, sobre Tosca, sobre la ópera en general, sobre el santo Job —a quien la soprano emula en su desagarrada aria— y sobre la propia Daniela Dessi. Apenas veinte minutos, un poco de Google, leer algunas cosas.

Seguidamente, ocurre un pequeño prodigio. Tras los atronadores aplausos del teatro (que ahora algunos comprenden), los enfrento el bis del aria. Pero, claro. Ahora saben que lo que tienen enfrente es un ser humano arrodillado preguntándole a Dios qué he hecho yo para merecer esto, un ser humano al que un miserable quiere prostituir bajo amenaza de ejecutar a su amado. Ven a Floria Tosca, como Marín-Blázquez bellamente describe, «con la moral destruida y el veneno del desengaño abrasándole las entrañas». Ahora entienden incluso (¡oh, milagro!) el italiano; aseguran que ella ha dicho que tiene «fe sincera», y hasta que tocó el manto de la Madonna cuando en su día le rezaba. Algunos han podido vislumbrar que tal vez llegue el día en que sean ellos quienes estén por el suelo, nell’ora del dolore, juntando las manos y mirando al cielo y preguntando entre lágrimas perché, perché, Signore. Saben que probablemente la Dessì supiera por entonces que había algo que no marchaba bien en su cuerpo, ese cáncer que no mucho después, fulminantemente, la destruiría. Y averiguan que a lo mejor sólo se puede cantar así cuando lo inevitable te aplasta.

Cuando acaba esa segunda experiencia, hay varios rostros contraídos —los suficientes— y las miradas ya no son tan altaneras. Hay menos ignorancia orgullosa, y ni siquiera tengo que pedir que guarden silencio. Y a veces hasta descubro, oculto en la quinta fila, a alguien que se seca furtivamente una lágrima.

David Cerdá
Soy economista y doctor en filosofía; consultor en gestión, innovación y personas, conferenciante y profesor en escuelas de negocio. Escribo (con Ética para valientes, 2022, serán siete 'hijos') y traduzco (más de una veintena de títulos: Shakespeare, Rilke, Deneen, Furedi, Tocqueville, Stevenson, Lewis, Ahmari y McIntyre entre otros). Más información en dcerda.com