Nunca fui demasiado perspicaz, pero el don de la oportunidad sí lo tuve. De modo que, cuando hace treinta y un años comencé el proyecto de que me quisiese —y luego de pellizcarme por aquella primera noche en que me atreví a besarla—, hice dos movimientos rápidos, de tío avispado: regalarle El arte de amar de Erich Fromm en su cumpleaños y llevarle mi cinta de VHS para que viéramos Cuando Harry encontró a Sally. Habíamos sido amigos, Nuria y yo, desde hacía un par de años, más seriamente desde hacía seis u ocho meses; cuando en la película Harry Connick Jr. cantase “I could write a book” —«Entonces el mundo descubre cómo termina mi libro: cómo convertir a dos amigos en amantes»—, ambos sabríamos a qué se refería. Tampoco hacían falta dotes detectivescas para calar lo que yo pretendía, pero al fin a ella le encantó y «aquí seguimos, como se nos encomendó», como dos espartanos que en las Termópilas de la vida escudo junto a escudo se aman.
Ha llovido mucho desde entonces. La cuestión del amor tiene otros tintes en la cultura imperante. Para saber cuántas cosas pasaron sólo hay que revisar cuál es la nueva referencia fílmica romántica por antonomasia, La La Land, una cinta en la que los amantes se dejan de amar para cumplir sus respectivos e incompatibles «sueños»: Mia, emprender una carrera de actriz, Seb montar un club de jazz. La superioridad moral del poliamor, la paternidad como tremendo error de cálculo, los divorcios exprés y la imposibilidad biológica de la fidelidad o el estatuto de los follamigos son los asuntos que ahora copan nuestros desvelos amorosos. Hasta hemos desenterrado la guerra de los sexos, o más bien la han desenterrado quienes se lucran con nuestras bajas pasiones mientras nos escamotean las buenas. Todos los cuentos son El cuento de la criada, justo ahora que en la parte amable del mundo ambos sexos pueden construir en pie de igualdad algo grande.
La nuestra es una era pusilánime en la que ya no parece haber sitio para el amor para siempre; la era del fin de los compromisos. Hay una escena en la película muy significativa en la que esto se preludia. Sally come con dos amigas y les cuenta que lo ha dejado con Joe, tras cinco años «de relación» (esa manera fría, casi funcionarial con la que hoy se describen los ¿amores?). De inmediato, su amiga Marie cree que está lista para saltar de nuevo al ruedo —a la rueda de hámster, realmente—, y saca un fichero que tiene con los solteros disponibles. Uno de ellos es Ken Darma, que al parecer se ha casado. Pero Marie, al saberlo, no destruye su ficha, tan sólo le dobla la esquina superior derecha y la reintegra al fichero. En ese gesto está prefigurada la salida de la posmodernidad del proyecto del amor a lo grande, y Ashley Madison, con su mercantilización de las canas al aire, las fiestas de despedida de casado y las demás basuras que con el tiempo han venido.
¿Ha traído todo eso más libertad y más arrojo? En modo alguno. Ha traído más soledad, y toneladas de desorientación esparcidas como cascotes por todas partes. La escombrera, por descontado, se ha engalanado para que parezca una especie de paraíso: «Y cuanto todo es soledad», decía Tácito en Agrícola, «lo llaman paz». Así está mucha gente, llamando paz interior a sus vacíos cósmicos. Tras su pelea en la boda de sus amigos, Jess y Marie, la película nos enseña en qué se han transformado las vidas de Harry y Sally, ahora que ya ni siquiera son amigos. Son escenas solitarias, corrientes y trágicas: el árbol de Navidad que antes cargaban juntos y ahora Sally arrastra porque no puede con su peso, y su disgusto en la fiesta de año nuevo, rodeada de tipos que no le importan; los tristes y aburridos paseos de Harry por los parques que antes paseaban juntos. Es un recordatorio de la importancia del más denostado de los deseos humanos, el de compañía, sepultado por otro deseo, el sexual, al que sí le salen las cuentas en los mercados.
La gente se empareja menos que nunca y, además, más tarde; no digamos casarse. En 1981, la tasa de matrimonios por mil habitantes era de 5,1 en España; hoy es 1,9, la más baja, junto a Portugal e Italia, de toda la UE. Ahora la aventura de vivir se llama «Diez cosas que has de hacer antes de morirte», «Países que no te puedes perder» y «La plenitud de la vida se cifra en experiencias emocionantes» (¿oye la lectora o lector la caja registradora, con qué algarabía repica?). No obstante, amar para siempre es una de las grandes epopeyas personales de nuestros días, si no la mayor de todas. Harry Burns y Sally Albright lo descubren en un periplo de doce años en el que les pasa de todo: se disgustan, se olvidan, se reencuentran, amistan. Son personas corrientes y por lo tanto entrañables; en la pantalla su amor, como cantaba Serrat, «se hace de nuestra medida», y por eso lo acompañamos con un sonrisa en los labios y a ratos con los ojos encharcados.
«He estado pensando mucho sobre ello y la cuestión es que te amo», le dice Harry a Sally. ¿Es el amor precisamente eso, una conclusión? El amor no es una emoción —las emociones son simples y fisiológicas—, sino un sentimiento muy especial, complejo y profundo. ¿De qué clase? Esa es la pregunta que espera nuestra respuesta. ¿Nos la estamos haciendo, o estamos todavía entretenidos con las patrañas del Cosmopolitan, ahora multiplicadas en las redes sociales? Yo sostengo que más allá de nuestras supuestas liberaciones y nuestro ideal de la felicidad como «opciones» la mayoría quiere que la suya sea una de esas parejas ultravintage intercaladas en el filme; historias de veinte o cincuenta años juntos, no por miedo a lo nuevo (¡ja!) o por tozudez (¿cómo?) o por rancio conservadurismo (a otro perro con ese hueso), sino por antropológico deseo de lo largo, ancho y profundo.
Sally nos muestra esa senda en dos escenas maravillosas. La primera es ese café que se toma con Harry para explicarle su ruptura con Joe, ese juego del veo-veo con la hija de su amiga en la que al ver a un padre con su hijo a los hombros la niña dice «veo una familia» y ella se echa a llorar irremediablemente. Sea con niños o no, la inmensa mayoría anhelamos construir un hogar de la clase que sea, y no por la presión que ejerce lo convencional, sino porque nos conocemos. Y dos, cuando seis años después Sally se rompe porque Joe ha decidido casarse con su secretaria, Kimberly —«se supone que sería una mujer de transición, no la definitiva»—, y ante la extrañeza de Harry (pues nada le une ya a su ex, en términos afectivos), ella le dice: «Todo este tiempo me estuve diciendo que él no quería casarse. Pero lo cierto es que no quería casarse conmigo». ¿Cómo saber si nuestra vida fue necesaria, y no contingente, si no somos escogidos? Decía George Bernard Shaw que estar enamorado es exagerar desmesuradamente la diferencia entre una mujer y otra; pero en qué poco nos quedamos si nunca exageramos.
«El amor tiene un intelecto que atraviesa todas las ciencias escrutadoras», dice Antonio en The Changeling, la tragedia de Thomas Middleton, «y, como un astuto poeta, atrapa una cantidad de cada conocimiento; sin embargo, hace de todo ello un misterio». Hay que salir al mundo e investigar qué es el amor, y hablar con quienes lo estudian, porque la experiencia personal es poca cosa para atrapar semejante misterio. Hasta puede que esta querencia por saber del amor tenga beneficios añadidos a la querencia misma. ¿Me habrá ayudado a mí, tal vez, a saber amar a Nuria? ¿En qué medida mi amor ha crecido a la sombra de ese conocimiento, al que estoy inclinado desde antes incluso de enamorarme de ella? No puedo saberlo, aunque no se me ocurre cuestión práctica alguna a la que no ayude el conocimiento. El amor se hace, pero quien alumbra una buena teoría sobre el amor tiene más posibilidades.
Decía Chesterton que existen dos tipos de idealistas: los que idealizan la realidad y los que realizan sus ideales. El primer camino es una fábrica de desilusionados, a menudo orgullosos, por parecer (esto es de siempre) que quien se ha hecho ilusiones y las ha abandonado ha pasado de fase y ha madurado. Por ser un proyecto que exige renunciar a los ideales —en aras de la fluidez, la resiliencia y en definitiva del business—, la posmodernidad se ha echado en tromba a ese primer y erróneo camino, también en cuanto al amor atañe. Digamos que hoy hay demasiada gente que adopta la pose orgullosa y defensiva de Sally al final de la película, antes de que Harry entre como un huracán en su corazón anhelante. Es hora de recordar lo que queremos: queremos ese carrerón final que se pega Harry, que alguien nos diga «te quiero cuando tienes frío a veintiún grados y cuando tardas hora y media en pedir un sándwich» y que quiere oler nuestro perfume en su ropa y que seamos la última persona con la que hable antes de acostarse. Queremos que nos quieran a pesar de nosotros mismos; y para siempre. Eso, y no el absurdo carrusel de Tinder es a lo que en lo más hondo de su ser la gran mayoría de nosotros aspira. Porque cuando las luces de neón se apagan sabemos que se equivocaba Descartes, el filósofo, y que quien acertó fue el poeta, Auden: «Soy amado, luego existo».