En 1989, y, significativamente, encabezando el álbum con el que inicia su carrera en solitario, Tom Petty irrumpe en las radios y los televisores con Free fallin’, una canción en la recoge lo que ve en sus frecuentes viajes en coche por Ventura Boulevard, una de las vías principales del Valle de San Fernando (Los Ángeles, California). El tema, un éxito rotundo, ha sido después versionado hasta en treinta ocasiones, y cuesta no tararearla a quienes entonces la cantamos. Narra la historia de un «chico malo» que rompe el corazón de las chicas a las que primero ama y luego ni siquiera echa de menos, tras lo cual consigue «ser libre», es decir, «estar en caída libre» (free fallin’).
Esto es lo que ha ocurrido y lo que nos está ocurriendo: que a la fiesta de la libertad le ha seguido el abismo de la caída libre. Sólo tres datos representativos. En España se alcanzó en 2020 la cifra más altas de suicidios desde que tenemos datos (1906). En 2021 consumimos unas noventa y tres dosis diarias de benzodiazepinas por cada mil habitantes, según los datos de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios, lo cual nos convierte en uno de los líderes mundiales en consumo de ansiolíticos. Y en cuanto a Estados Unidos, patria del autor de este ensayo e indudable referencia cultural y económica de primer orden, murieron en su suelo el mismo año ciento siete mil personas por sobredosis, nuevo récord de una escalada que ya se ha llevado por delante un millón de personas en lo que va de siglo.
En Compromiso, Pete Davis realiza un diagnóstico extraordinariamente certero de lo que hay tras estos desmanes. Localiza con su fino escalpelo el coágulo cultural que está necrosando los miembros de la democracia y los hogares, amenazando colapsar el corazón y el cerebro: la cultura de las opciones abiertas. Encuentra en nuestros modos de vida el origen de nuestras crecientes y evitables tristezas, y lo hace del mejor modo posible: economizando conceptos y explayándose en los ejemplos. En esas y otras muchas dianas da Davis, que no toca de oído, sino que basa su tesis en años dedicados a las causas civiles. Lo mucho que sabe sobre qué hace comunidad no lo aprendió en una facultad ni urdiendo alambicadas teorías, sino literalmente en la calle.
California es la región más rica del mundo. Sede de Alphabet (Google), Chevron, Wells Fargo y Meta (ex Facebook), el Estado tiene un PIB superior al de la India y rentas per cápita que llegan hasta los setenta y cinco mil dólares en el caso de San Francisco. Tienen allí tanto dinero que no saben ni dónde meterlo: sus venture capitalists peinan el mundo en busca de nuevos proyectos. También tiene California una población de sin techo de más de ciento treinta mil personas, el doble de la —de por sí, abultada— tasa nacional. A apenas veinte minutos en coche de Ventura Boulevard está Skid Row, una especie de megapoblado vampirizado por las drogas —«Now all the vampires walkin’ through the Valley», advertía Petty— en el que se hacinan hasta quince mil seres humanos.
Lo que ha ocurrido y ocurre es que el proceso de emancipación del individuo ha descarrilado, sobredimensionando un aspecto de la libertad, el negativo («que nadie me oprima»), a expensas del positivo, basado en la responsabilidad y la ob-ligación, el vínculo con los demás. A fuerza de liberar de ataduras impuestas, el coche de la emancipación individual se pasó de frenada, y tras Mayo del 68 y la revolución jipi muchos llegaron a la conclusión de que todo compromiso es insoportable atadura. El camino hacia la dignidad del individuo por encima de todas las colectividades nos ha elevado moralmente hasta cotas impensadas; pero este desvarío último nos ha abocado a un individualismo expresivo que oculta entre sus neones un cementerio de las ánimas.
De ahí que a los matrimonios asfixiantes y a las convenciones sociales que asesinan amores —que haberlos, los hubo— no haya seguido la proliferación de amores triunfantes y arrojados, sino la exaltación del poliamor como «la opción moralmente superior a todas» y la sologamia, el delirio de casarse con uno mismo. Del escepticismo sano que nutre el espíritu crítico, hemos pasado al ultrarrelativismo que hace de la verdad una posesión individual indiscutible. Y de la presión prejuiciosa que aplastaba a las minorías no hemos llegado al escrupuloso respeto de las opciones personales, sino al orgullo identitario que socava derechos femeninos conquistados, a la disforia encumbrada como nueva normalidad y al atropello de la infancia.
Este movimiento esclavizador sin dirección conocida —pero con pingües beneficiarios— ha tenido en nuestro siglo un aliado esencial en las tecnologías de la información y las redes sociales (en los dispositivos desatencionales). La era de la hiperconexión es también la de la soledad desaforada; nunca tuvimos tantas opciones para comunicarnos y nunca fueron nuestros vínculos más débiles y nuestras relaciones más insustanciales. Nos hemos perdido la cara, y por ahí, como Davis apunta, vamos perdiendo al vecino, al compañero e incluso a los familiares. Hasta el punto de que en el Reino Unido, donde ya cuentan con un Ministerio de la Soledad para afrontar un mal que sufren hasta nueve millones de ciudadanos, un estudio publicado en 2021 indicaba que uno de cada tres consideraba que 2020 había sido igual o mejor que el promedio de sus años vividos, y la mayoría afirmaba que echaría de menos algunos aspectos ligados a la COVID-19 y sus confinamientos.
Es una sensación única encontrar que alguien de la clarividencia y la trayectoria de Pete Davis llega a las mismas conclusiones que uno y en cuanto a cuestiones tan importantes. Ocurre entonces que nuestros propios pensamientos vuelven a nosotros con cierta «majestad prestada», como decía Ralph Waldo Emerson; y esta obra es realmente majestuosa. Lo que he encontrado en ella es, en general, armas para combatir el individualismo expresivo que nos aboca a esa «navegación infinita» de la que Davis habla; y en particular, preciosas ideas sobre el honor y sobre su aplicación al trabajo y los negocios (la profesionalidad). De una cosa y la otra tuve el privilegio de hablar en esta misma editorial en El buen profesional y Ética para valientes.
Por cuanto hace a la profesionalidad, quienes vivimos el día a día de las organizaciones e incluso todos, en tanto receptores de servicios, sabemos hasta dónde ha llegado la riada. El fin de los oficios, con su profundidad y su orgullo, ha dado paso al «aprender a aprender», al «los trabajos del mañana todavía no existen y no conviene memorizar nada» y el resto de las engañifas con las que hemos propiciado la generación más titulada de todos los tiempos, pero ni mucho menos la mejor preparada. El elogio ad nauseam de la actitud y el talento ha producido mucha gente que apenas sabe nada pero tiene muchos sueños de autorrealización y está dispuesto a todo. ¿Qué podría salir mal con esos mimbres?
En segundo lugar, Davis es un fino analista y un valedor de las culturas del honor, es decir, de las basadas en el deber, que enlaza la dignidad del individuo con los proyectos compartidos. Sean de los países, las empresas o los clubes deportivos, las culturas del honor generan personas de palabra que saben que los principios, como su propio nombre indica, van antes de todo. Y como se establece en la llamada Terapia de la Aceptación y el Compromiso (ACT, por sus siglas en inglés), no hay acción positiva con mejor pronóstico y con menor coste mental que la que está «guiada por los principios». Ese es el gozo de las personas de honor: saben lo que hay que hacer y lo hacen; saben qué es lo debido. La valentía centrada y continua que Davis tan bien describe es la marca de las personas buenas.
Todos nuestros sentidos vitales entrañan compromisos. La amistad, la justicia, el arte que atraviesa generaciones, la verdad, la familia; no hay manera de hacer carrera en lo que trasciende sin comprometerse. Por eso es tan tonta y tramposa la propuesta posmoderna: alas, en vez de raíces; una interminable lista de «cosas que hacer antes de morirse» y un extenuante intercambio de dúctiles fruslerías («marca personal», «resiliencia», «flexibilidad emocional», etcétera) en el mercado de las personalidades. «Voy a caer libremente en la nada; voy a dejar este mundo por un tiempo», cantaba Tom Petty; eso es exactamente lo que espera a quienes no se obligan: no un paraíso de liberación, sino un pozo de insignificancia.
La confianza solidifica el mundo; lo hace predecible, interesante y —en ambos sentidos— amable. En lo inmediato, la confianza es un sentimiento; en lo ampliado, es un estado psicológico y una postura frente a la vida. Por supuesto que la curiosidad y la exploración ensanchan el alma y nos dotan de una adaptabilidad necesaria para un mundo que muta, vibra y se contrae; pero esos son solo caminos, no destinos en los que merezca la pena quedarse. Como, en el fondo, lo sabemos, a pesar de que casi todo empuje y nos exija cambiar y a pesar de que tantos denominen «zona de confort» a nuestras preciosas lealtades seguimos admirando lo duradero, las sagas deportivas, las instituciones centenarias y los roqueros que nunca mueren. Todo lo que vale cuesta y requiere quedarse.
Nuestra vida moral —la historia de nuestra dignidad— es una aventura maravillosa. Combatir por el bien, la belleza, la verdad y el amor: ésas son nuestras grandes epopeyas, y fuera de ahí no hay épica, sino mera supervivencia. Ésta es la tarea que tenemos por delante: consagrar nuestro mundo, reconociendo que una vida verdaderamente libre está llena de obligaciones. Sólo lo lograremos respetándonos y respetando, pero de veras, no como ahora se nos invita a hacerlo, desde un aséptico «cada uno a lo suyo» que lleva a un letal «sálvese quien pueda»; solo lo conseguirá quien se comprometa. La clave, ayer como hoy, está en el prójimo. Y ello porque, en palabras de una de las personas más comprometidas que jamás haya existido, Nelson Mandela, «ser libre no es simplemente desprenderse de las propias cadenas, sino vivir de forma que se respete y potencie la libertad de los otros».
Este artículo es también el prólogo de Compromiso, de Pete Davis; cortesía de Ediciones Rialp