Ética promiscua, la «guía de las infinitas posibilidades sexuales» de Dossie Easton y Janet W. Hardy, es un panfleto anti matrimonial y pro poliamoroso de un infantilismo adorable. Uno no sabe si es más naif en su pretensión de escandalizar al lector repitiendo la palabra «putón» en cada página, en el afán de las autoras de presentarse como combatientes antisistema (siendo riguroso mainstream posmoderno) o porque dos criptojipis se esfuercen en reverdecer un experimento, el del llamado «amor libre», que ya fracasó hace medio siglo. No se trata de descartar otras formas de amar, perfectamente plausibles, sino de advertir cuan delirante es creer que alguna vez serán mayoritarias, y que si no lo son ya es por «la represión del entorno o los intereses económicos del patriarcado». ¡En el primer mundo y bien entrado el siglo xxi!

No puede negarse que en muchas épocas unirse a otro ha sido el fruto de una necesidad sociológica. Como todas las instituciones, la matrimonial tiene sus pasados umbríos. En Mi Antonia, la novela de Willa Cather, Lena Lingard le cuenta a Jim su negativa a casarse y formar una familia, porque ha acabado harta de esa vida: «Todo se reduce a estar sometido a otra persona». Lo cierto es que no existe una sola invención social, de la familia a la democracia, que no tenga casos de los que avergonzarse. Con todo, hay cuitas invadeables, y el nuevo jipismo poliamoroso de iPhone y hashtag peca de lo mismo que sus antecesores: aspira a experiencias exentas de dolor y contradicciones, y se aferra a alternativas cuyas dificultades sistemáticamente minusvalora.

En esa tremebunda carta que escribió «al niño que nunca nació», Oriana Fallaci decía que amar es una esclavitud ciega, pues entraña el olvido de la dignidad propia, «es decir, de tu libertad». Habla la florentina de terminar indefectiblemente anulado, burlado y desilusionado, y de la necesidad de poseer y ser poseído, de «un hambre que, una vez saciada, deja una especie de indigestión». Hay un modo del todo distinto de encarar este asunto: como lo hizo Kierkegaard. «Sin duda que se siente libre» —dice en Las obras del amor— «aquel en quien el amor es una necesidad». ¿Funcionará así, al contrario de como lo planteaba Fallaci? Un breve excurso más allá de las personas: si amo la música por encima de todas las cosas y necesito cantar o tocar la viola, ¿acaso soy menos libre por ello? ¿Es más libre quien carece de pasiones, quien no añade esa gravedad a su existencia? Aquí es donde la negación posmoderna de todo vínculo se da un abrazo New Age con el budismo, que asimila apego a condena. Ni a Fallaci ni a Kierkegaard se les dio bien el amor, ya que estamos; sea como fuere, uno de los dos se equivoca.

Todo depende de cómo se conciba la libertad misma. Si sólo se contempla su vertiente negativa (ausencia de obstáculos y abundancia de opciones), acierta Fallaci, porque no existen los vínculos libres. El término proviene del latín vincire, «atar», y es obvio que quien se vincula pierde libertad de movimientos. No existe amor sin vínculo, porque entonces no hay sentido, ni hay camino común, ni corazón en carne viva, sólo electrones libres (y hasta el electrón, en las moléculas estables, está atado al núcleo). Sin embargo, cuando la libertad es completa, esto es, negativa, positiva (responsabilidad y deberes) e íntima (autoconocimiento), no sólo admite, sino que pide a gritos la vinculación, es decir, la unión que preserva la dignidad de los implicados. Sólo pueden decidir atarse las personas íntegramente libres, que ejercen su libertad positiva para completarse. No es «te amo porque te necesito», sino «te necesito porque te amo».

Si el amor es paradójico es porque conjuga plenitud individual y rendición, un acto de afirmación personal junto a otro de entrega. Quienes no se fían de nadie —a menudo, por tener un concepto magnífico de sí mismos— no están dispuestos a delegar ni a arriesgarse; de ahí las dificultades amorosas, superiores a la media, de las personas muy competentes. Sartre dice en El ser y la nada que un amante no se da por satisfecho «con esta forma eminente de libertad que consiste en el compromiso libre y voluntario». Para Sartre —amante infame donde los haya—, la fórmula «te amo, porque me he comprometido libremente a amarte y no quiero faltar a mi palabra; te amo por fidelidad a mí mismo» es la expresión de una traición insoportable.

En Have you met Miss Jones? canta Sinatra: «Miss Jones, eres una chica que entiende que soy un hombre que debe ser libre». ¿Es esto lo que sinceramente deseamos? Por supuesto, por la inercia de maximizar los placeres. Pero antes o después, si lo del amor va bien, se claudica. «Libertad no conozco sino / la libertad de estar preso en / alguien cuyo nombre no / puedo oír sin escalofrío», escribe Cernuda. Sinatra, que empieza gallito, también termina claudicando: «Y ahora me he encontrado con Miss Jones, y seguiremos encontrándonos hasta que nos muramos, Miss Jones y yo». ¡Tanto swing & flow & Mr. Blue Eyes para terminar entonando un «hasta que la muerte nos separe»! Cuenta Proust que Mohamed II, al sentir que se enamoraba de una de las concubinas de su harén la hizo ejecutar de inmediato, por miedo a esa dependencia espiritual que en él nacía. Amar es perder independencia, o más bien autosuficiencia. Pero, ¿acaso la independencia es la libertad? No hacerle falta a nadie, ni que nadie te haga falta, ¿es libertad o es soledad? No atarse —obligarse—a nadie, ¿es ser autosuficiente, o superfluo?

Quienes se quieren de veras no se coartan mutuamente, sino que se refuerzan, tejiendo una apretada trama cuyos nudos son sus respectivas libertades (completas). Disolverse en el otro, dejar de ser en beneficio «del amor mismo» —esa entelequia inexistente—, no es amar en absoluto. «Amar no es, en principio, nada que pueda significar absorberse en otro ser, ni entregarse y unirse a él», escribe Rilke en Cartas a un joven poeta, «pues, ¿qué sería una unión entre seres inacabados, faltos de luz y de libertad?». Cuántos seres derruidos, o por construir, vagando por un amor que les otorgue un yo. Pero el amor no puede hacer eso, porque se arruinaría. «Amar es más bien una oportunidad, un motivo sublime, que se ofrece a cada individuo para madurar y llegar a ser algo en sí mismo; para volverse mundo, todo un mundo, por amor a otro», concluye Rilke.

«Renuncia»: no hay palabra que asuste y asquee más a la posmodernidad y sus mercaderes. «La renuncia es liberticida», se nos dice machaconamente. Ahora bien, ¿qué es la renuncia, sino una decisión propia y suprema, un deber autoimpuesto, por ser «una dimisión o dejación voluntaria de algo que se posee», como dice el DRAE? La renuncia que asusta es a tener «aventuras»; así se las llama, con notable olfato comercial. «La vida es breve; ten una aventura» es el eslogan de Ashley Madison, la empresa que se lucra facilitando citas adúlteras. Lo cierto es que amar en exclusiva y para siempre es la mayor de las aventuras. Perder ocasión es morir poco a poco: esta es la idea que el mercado inocula. En cambio, Goethe se ríe avant la lettre en Las afinidades electivas de Tinder, Contactosrapidos.com y el resto de las aplicaciones al uso: «Una vida sin amor, sin la proximidad del amado, es sólo una comédie à tiroir, una mala “pieza de cajones”. Se saca uno tras otro y se vuelve a pasar enseguida al siguiente». ¿Por qué llamamos libertad a cambiar de pantalla? ¿Y qué prometen todas esas experiencias fugaces? «Hay que empezar en todas partes por el principio, y en todas partes querría uno terminar», avisa Goethe.

«La posibilidad de elección» —dice Eva Illouz en Por qué amamos— «constituye el hito cultural que define a la modernidad». Cuando cualquier limitación de las opciones se vive como un atropello, el compromiso deviene en sí alienante. Cuando cada inclinación se considera una manifestación genuina del libre albedrío, lo lógico es concluir la ilegitimidad de todas las lealtades, porque uno nunca sabe si cambiarán sus afectos o sus deseos. Por eso la entrega activa todas las alarmas posmodernas: el dogma prescribe maximización de opciones, individualismo extremo y asepsia sentimental autoprotectiva. Por supuesto, el amor no es un afecto ni un deseo, y ni siquiera una emoción, sino una decisión, una conclusión y una conducta, a diferencia del enamoramiento (la limerencia), que es un barullo de sensaciones.

No hay relación profunda con otro ser humano sino al precio de cierta dependencia. Vale para el amor erótico y vale para la amistad, no digamos para ser padre o hermana. Como escribe Gustave Thibon en Sobre el amor humano, «casarse es quizá la manera más directa y exclusiva de dejar de pertenecerse», de modo que el secreto de la felicidad conyugal estriba en amar esa dependencia. Por eso debemos «amar al que vive a nuestro lado, menos en la medida de lo que nos da que en la medida de lo que nos cuesta». Y si mi amor reposa en el sitial de mi decisión valiente, generosa y robusta de amar a quien yo he elegido, ¿acaso hay mayor expresión de mi yo soberano? Como somos tan raros, cantamos sin cesar al amor que existe con vida propia, que igual viene que se va, que no depende de nosotros, sino de un deseo autónomo, y en torno a ese disparate componemos cancioncillas cobardes.

«Quédate con quien te quiera libre de condiciones», nos exhorta ING Direct (¿no añora el lector, como el articulista, los tiempos en que los bancos se dedicaban solamente a la banca?). Pero no es a ese a quien buscamos, sino a «alguien que te abrace demasiado / alguien que te hiera demasiado», como dice el desgarrado protagonista de The Company, en esa preciosa oda al vínculo que es Being Alive. La dependencia amorosa es un hecho, pero es una dependencia libre. Podemos elegir de quien depender —«alguien que te abrume de amor / que siempre estará ahí / tan asustado como tú»—, y esa es toda la independencia que nos está permitida a quienes aspiramos a una vida plena. En esto del amor no se puede nadar y guardar la ropa, por motivos antropológicos y no meramente culturales.

Queremos convivir sin sentimientos incómodos de vulnerabilidad y sin miedo a la pérdida; pero lo queremos mientras no comprendemos qué hace que vivir merezca la pena. Hay que escoger entre parodia y tragicomedia, entre la variedad y el sentido, entre Tinder y hasta que la muerte nos separe. Hemos ensayado las amistades separadas, las vacaciones separadas y las camas separadas; todo en vano. Huyendo de una presunta cárcel, ingresamos en un zulo, y dejamos de respirar cuando nuestro fin es procurarnos respiros. El amor es vinculante: es la libertad máxima en la subyugación extrema. Como decía María Zambrano, amar para siempre es disfrutar de la libertad que el amor otorga a sus esclavos.

David Cerdá
Soy economista y doctor en filosofía; consultor en gestión, innovación y personas, conferenciante y profesor en escuelas de negocio. Escribo (con Ética para valientes, 2022, serán siete 'hijos') y traduzco (más de una veintena de títulos: Shakespeare, Rilke, Deneen, Furedi, Tocqueville, Stevenson, Lewis, Ahmari y McIntyre entre otros). Más información en dcerda.com