«Ni siquiera sé cómo se me ocurrió. No parecía ni mía». Esto dijo Paul Simon cuando le preguntaron cómo compuso la que tal vez sea la canción sobre la amistad más célebre del mundo, Bridge over troubled water. Es también uno de los temas más versionados de todos los tiempos; hasta medio centenar de veces, por voces como las de Shirley Bassey, Elvis Presley, Willie Nelson o Aretha Franklin; y en innumerables idiomas, incluido el cantonés. Su universalidad, me parece, no proviene solo de su belleza, sino de la universal importancia que tiene amistar.
«Amistar» es un verbo precioso y hoy en día poco empleado, quizá porque los «amigos» de Facebook (o Meta o como se llame) y el resto de las imposturas de esta relación intensa y moral han devaluado el término. «Amistar» es «unir en amistad»; quien amista se une a otro, crea una comunidad, en definitiva, ama. Todo amor está compuesto de dos sentidos vitales que se cruzan, y por eso son existenciales y morales nuestras —verdaderas— amistades. Algo así no es ciertamente para todo el mundo; no es tan fácil como abrirse una cuenta en la red social de turno. Para amistar a lo grande hay que estar hasta cierto punto «hecho» o en proceso; como escribe C. S, Lewis en Los cuatro amores, «quienes no tienen nada no pueden compartir nada, quienes no van a ninguna parte no pueden tener compañeros de ruta».
«Cuando estés cansado, y te sientas pequeño, cuando se aneguen de lágrimas tus ojos, iré yo a secarlas», canta Paul Simon. «Confortar» es otro bello verbo en desuso; alentar y consolar al afligido es algo con lo que difícilmente vas a ganar followers, pero la amistad y el amor son esencialmente eso, aspectos de la misericordia. La compasión es el más noble de todos los sentimientos morales, y prestar el hombro es el acto de amor más necesario para el ser más sufriente que existe. «Cuando peor estés, y nadie te atienda, cuando estés en la calle y la noche te aplaste, yo te consolaré […] Me encargaré de tu parte cuando caiga la oscuridad y estés rodeado de dolor»: esta es la sagrada labor que al amigo se le encomienda.
Poca gente sabe que Simon compuso su canción inspirado por una estrofa de un himno cristiano, que oyó al cuarteto de góspel Swan Silverstones: «I’ll be your bridge over deep water if you trust in my name» («Seré tu puente sobre aguas profundas si confías en mi nombre»). En cuanto a la melodía, Simon se inspiró en otro himno, Salve mundi salutare, en la versión de Johan Sebastian Bach, un poema atribuido a Bernardo de Claraval que canta a la cabeza coronada de espinas de Jesucristo, a quien en el himno se llama amigo.
La amistad, en su versión elevada, tiene una serie de rasgos universales. Es una fuente de afecto libre, desinteresado. Implica dedicación y esfuerzo recíproco, megalopsychia, grandeza de alma. Es un compromiso que pivota en torno a la virtud. Incorpora alguna clase de estrecha convivencia, por más que permita la infrecuentación, como decía Borges. Depara un sentimiento de confianza plena. Es una acicate vital —«nos pone las pilas», hoy se diría—, genera una tensión positiva que nos aproxima a la verdad. A todos estos aspectos atiende Hugh Black en su hermoso y breve tratado, El arte de ser un buen amigo, cuya vigencia sigue intacta.
Son muchas y muy buenas las pistas que Black nos da para forjar grandes amistades. Nos convoca al cuidado, a sacralizar al amigo; nos sugiere que seamos selectivos, pues este es un amor que en su especialidad implica hacer distingos; nos avisa que no puede amistar quien está despistado, desatento; nos pide ser proactivos y conocer nuestros límites y los de nuestros amigos; nos recuerda que hay amistad más allá de la muerte, y que «la fe en el ser humano es esencial para la fe en Dios».
En la era de la meritocracia, del esfuerzo, el rendimiento y las historias de autosuperación sobrestimadas hay que decir más veces que debemos enorgullecernos ante todo de lo que se nos regala. La amiga o el amigo son en última instancia inmerecidos; crea en nosotros una deuda que añade gravedad a nuestras vidas. Pero no hemos venido a este mundo a saldar deudas —intento imposible—, sino a crearlas, y a agradecer las que nos correspondan. Todo esto es muy exigente, por supuesto; quien no arriesgue su espíritu podrá aspirar si acaso a una cierta camaradería, a una lealtad interesada, o a un simple compartir placeres o repartirse tareas. Amistar de veras es sólo para almas a las que no asustan las alturas.
La amistad tiene sus ritos, que hay que tomarse completamente en serio. Un rito, le explica el zorro al Principito según Antoine de Saint-Exupéry lo imagina, «es lo que hace que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a otra». La realidad es santa, pero hace falta que el ser humano la santifique; y eso hacen quienes se aman, en estricto cumplimento del mandamiento divino. Es la mutua admiración —la reverencia— la que eleva a los amigos; sin ella sólo hay socios circunstanciales.
Si hoy todo esto es más difícil es porque nos hemos desviado del camino por motivos egotistas y comerciales. Se ha traficado con la amistad impunemente, y tampoco nos han sentado demasiado bien las comodidades. Hay que discernir enérgicamente la versión vulgar de la amistad de la elevada; la primera es sólo una antesala de una soledad próxima; la segunda tiene hechuras universales y sobrias, y el peligro es descuidarla por optar a evanescentes dulzuras temporales, o en favor de la absurda idea de que es otro aspecto de nuestros «capitales sociales».
Aristóteles explica en Ética a Eudemo que los amigos no se aman acicateados por el interés, sino bajo el paraguas de un ideal: «El amigo ama al amigo por él mismo, y no por otra cosa que no es él». En tanto don, la amistad ha de quedar completamente al margen de la conveniencia. La amistad ha de buscarse por sí misma, y es justo así que nos engrandece, pues «a pesar del egoísmo que nos acecha y amenaza arruinar nuestras vidas —dice Black— nuestros corazones nos dicen que es posible una relación más noble a través del desinterés y la devoción».
«Desear la amistad es un grave error», escribe Simone Weil en La gravedad y la gracia; esta palmaria verdad no ha evitado que Cómo ganar amigos e influir sobre las personas de Dale Carnegie se haya convertido en un intemporal éxito de ventas (seguramente uno de los bestsellers con un título más mezquino). «La amistad debe ser un goce gratuito como los que proporcionan el arte o la vida», asegura Weil. Y por eso «la amistad no se busca, ni se sueña ni se desea; se ejerce».
«Acércate cuando me esté muriendo —canta el himno Salve mundi salutare—, muéstrame tu cruz y acude volando en mi auxilio, ven, Señor, y libérame». Hoy se habla mucho de salud mental, por buenos y dramáticos motivos; pero por cada cien palabras que se añaden y pertenecen al ámbito de lo patológico, apenas hay una que nos recuerde cuál es el papel en esa salud de nuestros amigos. Hay pocos predictores mejores de las probabilidades que uno tiene de caer en una profunda depresión o una desaforada ansiedad que la protectora cantidad de amor que recibe de sus amigos. Si se prescriben cada vez más ansiolíticos, se consumen más drogas y hay más suicidios es también porque estamos cada vez más solos. El antropólogo, psicólogo y biólogo Robin Dunbar dice en su ensayo Amigos que estos son «el mejor indicador de nuestras probabilidades de supervivencia futura». Faltan sostenes, amarras a la vida, porque cada vez son menos quienes pueden hacerse a la mar con la seguridad de poder cantar: «Y si acaso necesitas un amigo, estaré navegando justo detrás de ti».
De todos los usos de la palabra «amigo», me parece que el más bello es el propositivo, en ambos sentidos del término «propositivo», el relativo a «proponer» y el relativo a «propósito»: cuando llamamos así a quien todavía no es nuestro amigo es porque se lo proponemos y es nuestro sincero propósito que llegue a serlo. Llamar a un recién conocido por conocer «amigo» es hacerle una instantánea propuesta de amor. Y es por ello que ser amigable no es sólo una disposición anímica, sino además existencial: es querer que en el mundo haya más amigos porque sabes que ellos son los que lo sostienen y embellecen.
Honra la vida quien tiende puentes sobre las aguas turbulentas para que las puedan cruzar otras almas.
[Este artículo es también el prólogo de El arte de ser un buen amigo, de Hugh Black; cortesía de Ediciones Rialp]