Nos estrenábamos en La Iberia diciendo que el suicidio de un hombre apunta a una cierta putrefacción de la sociedad. En nuestro caso, tal putrefacción está íntimamente ligada a la soledad, que a su vez responde a un deterioro de las relaciones humanas. Así, quizá el gran mal que aflige al mundo contemporáneo ―y basta con recurrir a la propia experiencia para constatarlo― sea una paulatina pero constante erosión de los vínculos: en un contexto de hogares fragmentados, de parroquias languidecientes, de restricciones de movilidad y de distanciamientos sociales, echa raíces la (atinada) percepción de que el individuo está solo, irremediablemente solo, ante un Leviatán que, al tiempo que le ofrece distracciones para que olvide momentáneamente su infortunio, conspira contra él y su felicidad.

Si nos afanásemos en buscar una causa a la que imputarle el drama del aislamiento, es muy probable que nuestra mirada se volviera hacia los dispositivos tecnológicos, que, si bien nos acercan a quienes están a kilómetros de distancia, abren un abismo entre nosotros y quienes están a metros, incluso a centímetros. Cautivados por esa estrechez travestida de infinitud que caracteriza lo virtual, hemos acabado prefiriendo el brillo artificioso ―¡y adaptable a las necesidades del usuario!― de una pantalla al destello natural de unos ojos que nos miran y nos piden cuentas, hemos acabado prefiriendo la ligereza del chateo, que nos permite pasar a otra cosa cuando el diálogo deviene incómodo, a la gravedad de una conversación real, que nos obliga a permanecer ahí, frente a ese prójimo que nos interpela, aun cuando desearíamos estar en cualquier otro lugar.

Alguien podría aducir que los dispositivos tecnológicos, lejos de aislarnos, nos conectan. «Tú mismo lo has reconocido. ¡Nos acercan a quienes están a kilómetros de distancia!», afirmaría. Como sospechamos que a nuestro objetor no le satisfará ninguna reflexión abstracta que tratemos de articular, como sospechamos que las considerará viciadas de origen y repletas de sofismas, tal vez lo más pertinente sea apelar a su experiencia. Que piense en la cotidianidad de una familia bien avenida: ¿acaso no deberán los padres hacer un ímprobo esfuerzo para que, después de cenar, cada hijo no se aísle en su habitación, frente a un iPad que le ofrece posibilidades infinitas? ¿Acaso no deberán los propios padres esforzarse por no ser ellos mismos quienes se entreguen al frenesí virtual? ¿Acaso la alegre proliferación de los dispositivos tecnológicos no ha desgastado la unidad familiar casi tanto como las leyes de divorcio? Aunque sea cierto que lo virtual nos ha acercado a quienes están lejos, también parece serlo que lo ha hecho a costa de quienes están más cerca, que ha logrado la conexión sacrificando antes la comunión.

En realidad, no es sólo ―ni fundamentalmente― que los dispositivos entorpezcan nuestra comunión con ese yo que nos interpela aquí y ahora, sino que pueden terminar entorpeciendo nuestra comunión con todos los yoes que nos interpelen en el futuro. Lo virtual crea un hábito disgregador, uno manifiestamente pernicioso para los vínculos sociales. Poniéndonos el infinito al alcance de un clic, acostumbrándonos a obtener lo que deseamos en apenas un abrir y cerrar de ojos, moldea nuestro carácter hasta convertirnos en seres impacientes y antojadizos. Es así como las pirotecnias digitales operan contra las relaciones personales, que semejan más el vínculo existente entre el agricultor y su huerto que el existente entre el usuario y su dispositivo, y que demandan dos virtudes para las que el hombre tecnológico parece estar estructuralmente incapacitado: la paciencia y la dedicación. Si nos desesperamos cuando el ordenador tarda más de diez segundos en encenderse, ¿cómo no desesperarnos con nuestro abuelo, que camina a trompicones y balbucea? Habituados a que nuestro móvil nos diga siempre «sí», parece incluso juicioso que nos distanciemos de ese amigo que a veces, por nuestro bien, nos dice «no».

En cualquier caso, y pese a lo que nuestra vehemencia pueda haber sugerido, no se trata de impugnar el progreso tecnológico como tal. Si el tecnologismo peca por exceso, el ludismo lo hace por defecto. Además, uno no puede dejar de percibir cierta bondad en los medios digitales, que le permitieron divagar con amigos sobre El Banquete de Platón durante el severísimo confinamiento de la primavera pasada. Se trata, más bien, de defender el recto orden de las cosas, de reivindicar que el dispositivo esté al servicio del hombre y no el hombre al servicio del dispositivo. Como sostiene Fabrice Hadjadj en Últimas noticias del hombre (y de la mujer), podemos redimir lo tecnológico integrándolo en una jerarquía justa:

«No soy enemigo de los objetos tecnológicos. No creo en un fantasmal retorno a la naturaleza. Mis crónicas someten a juicio a la tecnología como paradigma que pretende sustituir al paradigma de la cultura. No se trata de excluir, sino de establecer una jerarquía: que el iPod se subordine a la guitarra, que la tableta electrónica se ponga al servicio de la tabla de madera sobre la que comemos, porque el iPod y la tableta nos empujan a un consumo individual desencarnado, mientras que la guitarra y la mesa nos invitan a prácticas carnales y sociales».

Recuerdo furtivamente a Íñigo Errejón, que decía hace unas semanas que no hay nada tan revolucionario en esta época como desentenderse durante unas horas del teléfono móvil. Tiene toda la razón. Incluso, ay, cuando ese desentendimiento implique dejar de leer nuestro titubeante artículo, arrojar bien lejos el dispositivo de turno y rendirse, con el asombro de un niño, a ese universo cargado de sentido que se despliega ante nosotros.