En la inmortal obra de Beaumarchais, asegura Fígaro, a las puertas de su boda: «El amor es sólo la ficción del corazón, el placer es su historia». Cada vez hay más fígaros entre nosotros. La idea ha rondado al ser humano siempre, pero han hecho falta una revolución sexual, la elevación a los altares del marqués de Sade, Tinder y una industria portentosa para que esto se instalase en nuestros corazones.

La propia estructura de lo deseable ha cambiado radicalmente. Lo explica Eva Illouz en Por qué duele el amor: antes, el meollo de lo humano era el carácter, que formaba parte de un esquema social, y por eso la belleza era un atributo físico y espiritual, «era pertinente solo en tanto y en cuanto reflejaba el carácter». Ahora, la intimidad emocional y la compatibilidad psicológica se ventilan en el rendimiento sexual, de modo que «la sensualidad ha pasado a ser un criterio autónomo y decisivo en la elección de pareja». «Como categoría cultural —sigue Illouz— la sensualidad difiere de la belleza», y el atractivo sexual «representa un criterio de evaluación novedoso, desvinculado tanto de la belleza como del carácter moral».

Hasta 1920, el adjetivo «sexy» (Oxford English Dictionary) tiene connotaciones negativas; a partir de los cincuenta se transforma en una virtud. El primer número de Playboy aparece en 1953. Es un hito en el proceso por el que el atractivo sexual y la sensualidad cobran valor propio desligado del amor mismo. A continuación la sexualidad queda vinculada a la salud mental (Freud) y pasa a ser factor esencial de los proyectos de felicidad; ya no es consecuencia de quererse, sino causa. El proceso se ha acelerado y ha devenido imparable: cada vez nos importan más el aspecto y el rendimiento sexual para juntarnos de por vida, dicen los estudios, y ya se habla incluso de una «sexualidad acumulativa» como abundancia vital que se contabiliza y se guarda.

En este proceso de sexualización, sigue Illouz, las mujeres han sido incorporadas a la cultura del consumo como agentes sexuadas y sexuales mediante el ideal de la belleza sexualizada, y después lo hemos sido los varones. Quiere esto decir que pasado cierto límite, ya ampliamente rebasado, no hay una vida íntima en pareja más auténtica y satisfactoria por la vía de la intimidad, sino más mercado. «La construcción de un cuerpo femenino erotizado, en todas sus clases sociales, resulta ser uno de los más extraordinarios logros culturales del consumismo», dice Illouz, que subraya cómo lo sexual llega a alejarnos de lo sentimental, porque pasa a ser asfixiante y al final inmisericorde. «Sentir “atracción sexual” por la otra persona se convierte en una condición sine qua non de los vínculos románticos». En eso estamos: ¡feliz día de los enamorados!

Creer que esa atracción sexual no está mediatizada por los estándares culturales, los reclamos comerciales o la pornografía es tremendamente ingenuo. Basta preguntar a los psicólogos para saber hasta qué punto se ha perdido el norte en este sentido, cuantos desarreglos produce —traumas, complejos, inseguridades— precisamente en el carácter la yincana sexual en la que estamos inmersos. No en vano se habla en este siglo y desde que la socióloga británica Catherine Hakim lo popularizó del «capital erótico», que vendría a ser el valor social que alguien acumula como resultado de sus atractivos sexuales. La experiencia sexual de uno (la cantidad, para entendernos), pasa a ser el capital con el que se juega en el Monopoly de las relaciones eróticas. Un juego en el que la avaricia y la desconexión del corazón suele jugarnos malas pasadas, como Illouz apunta:

«El estado de indecisión en cuanto a lo que amamos, provocado por la abundancia de opciones, el ideal de autonomía y la dificultad para entender las propias emociones a partir de la autoindagación, impide que sintamos un compromiso apasionado y que entendamos quiénes somos para nosotros mismos y para el mundo. Por estos motivos, no puedo menos que cuestionar el culto a la experiencia sexual que ha tomado por asalto el panorama cultural de los países occidentales, sobre todo en tanto creo que ese tipo de libertad sexual tan mercantilizada interfiere con la capacidad de hombres y mujeres para forjar vínculos intensos, significativos e integrales, vínculos que nos permiten saber qué clase de persona nos importa y nos preocupa».

Estamos sexualizando a toda velocidad nuestras uniones; lo que debería reforzar nuestros vínculos nos está desuniendo. Que lo sexual desaparezca o se lo ignore es una torpeza muy obvia, y en esta línea todo lo que se diga sobre el progreso sexual es bueno; pero, como en otros aspectos, nos hemos pasado de frenada, y andamos haciéndole palmas al marqués de Sade: «Lo que importa es follar, multiplicar y cambiar a menudo de folladores, y en especial evitar por todos los medios que uno solo quiera esclavizaros». Este es un aspecto más del creciente miedo al compromiso.

Si el sexo es el centro del amor es muy difícil que compense amar para siempre. Sospecho que es la hipersexualización lo que fundamentalmente está detrás de los cantos de sirena poliamorosos, y hay que ser muy ingenuo para no ver que lo mismo explica el éxito de Tinder. Sigue en pie para muchos la tremenda simpleza que soltó hace un siglo el sexólogo pionero Havelock Ellis —«el amor es sexo más amistad»—, que es lo mismo que oímos en Sarabande, la última película de Bergman, en la que el viejo protagonista dice que el amor es amistad más mucho erotismo. Ésas son solo matemáticas burdas, el viejo utilitarismo pasado por el puesto ambulante de los mercaderes, la simplificación de lo humano que no nos hace más sabios, sino más tristes.

La sexualidad ha pasado de reprimida a totalitaria; se ha instalado un acuciante imperativo de la pasión. Freud nos curó de algunos tabúes, sí, pero también exasperó lo sexual al decir que el amor era «instinto sexual refinado […] lujuria más el calvario de la urbanidad» y asegurar en El malestar en la cultura que un matrimonio es «la relación entre el hombre y la mujer que han fundado una familia sobre la base de sus necesidades genitales». De esos polvos, estos lodos (nunca mejor dicho): el sexo ha pasado a ser una especie de superproducción también en las parejas, para regocijo de los intermediarios. La cuestión es que el sexo, al descarrilar del proyecto central del amor e independizarse, lo normal es que frustre. Puede usted, querida lectora o lector, echar cuentas de lo que está pasando con las nuevas generaciones: cualquier imberbe ha visto a más humanos desnudos y copulando de lo que vieron nuestros antepasados en toda su vida —quitando tal vez a Calígula y al susodicho marqués de Sade—, y desde ahí calibrar con que lastre de expectativas y caos sentimental-sexual va a dirigirse esa persona hacia sus amores.

La verdad es que el sexo separado de cualquier otra consideración rara vez ha cumplido sus promesas de gratificación sin dolor, sin consecuencias y sin ataduras. Todo aquello que se dijo sobre «el sexo es como respirar» no son más que memeces. El sexo fue siempre un instrumento —para forjar familias, obtener e intercambiar poder, crear alianzas—; su protagonismo estelar como fin en sí mismo es muy moderno y hasta cierto punto antiantropológico. Y es así que las personas hipersexualizadas suelen tener futuros solitarios y heridos, como el propio Freud, a quien el sexo después de los cuarenta y cinco le resultaba «un tanto degradante». Lo que va después del «amor libre» no es más libertad, sino más hastío, mucha pose y toneladas de soledad disfrazadas de lucidez altiva.

Decía Cioran que venimos «de una gimnasia coronada por un gruñido». Es una descripción fea de algo que importa y puede ser muy placentero, pero también una advertencia para que no exageremos lo sexual en nuestras uniones. El exceso de sexualización interfiere en las probabilidades de forjar amores para siempre. Hay dos escollos para el amor de veras: la ausencia y la primacía de la atracción sexual. Illouz explica en Erotismo de autoayuda que el sexo se separó primero del matrimonio, luego de los sentimientos, y que lo normal es que se terminase separando del placer mismo, como ha sucedido. Los sentimientos se han convertido en una especie de plusvalía del sexo, y eso es un disparate.

«El consumismo representa la fuerza cultural más significativa en la sexualización de las mujeres y, posteriormente, de los hombres», escribe Illouz, despertando de su fantasía a quienes creen que esta hipersexualización de ahora es un nuevo amanecer a una humanidad más conseguida. Hay que tomarse completamente en serio la penetración de los esquemas economicistas (oferta y demanda) en las relaciones si queremos entender cómo podemos amar con perspectivas de triunfo. La sexualidad, como dice Illouz, se ha transformado en una suerte de metáfora generalizada del deseo, y hay una macroindustria (revistas, gadgets, cosmética, etcétera) interesada en le erotización de las relaciones. «De hecho —añade la autora— una de las motivaciones más explícitas en las que se basa el cultivo de la belleza es la expectativa de encontrar el amor verdadero». El resultado puede verse en tres de cada cuatro series que rondan lo sentimental: un lío monumental en las nuevas generaciones entre sexualidad y sentimientos, una confusión extraordinaria que cuando quiere ser humorosa se vuelve grotesca. Es el caso de Fleabag, una serie en la que Phoebe Waller-Bridge, aparentemente jocosa, te crea un nudo en el estómago por ver cómo hay gente tan grosera, tontamente sexualizada y autodestruida. Seré breve: si Fleabag es un retrato fidedigno del amor en la actualidad, estamos mucho peor de lo que creemos.

Dice Pausanias en el platónico Banquete: «Eros hay muchos, y hay uno bajo, vulgar, que consiste en amar cuerpos nada más. Es un amor torpe e inmaduro que vale menos». Cuando el sexo es el núcleo irradiador de un amor —en vez de su culminación gozosa—, el centro ya no es un centro, sino un sumidero. Se han curado muchas represiones, aberraciones y frustraciones sexuales en los últimos tiempos; se han oreado oscuras cuevas y ha entrado el sol en las catacumbas. Pero también se ha creado por exageración una estrella fugaz que acogota y despista, y hay demasiada gente preguntando en primer lugar por lo que no va primero.

David Cerdá
Soy economista y doctor en filosofía; consultor en gestión, innovación y personas, conferenciante y profesor en escuelas de negocio. Escribo (con Ética para valientes, 2022, serán siete 'hijos') y traduzco (más de una veintena de títulos: Shakespeare, Rilke, Deneen, Furedi, Tocqueville, Stevenson, Lewis, Ahmari y McIntyre entre otros). Más información en dcerda.com