No hay género más honesto que el de «autoayuda», pues sus libros ofrecen lo que prometen: que ayudan a sus autores, muy rara vez a quienes los leen. La razón es que los escriben o verdaderos majaderos/as o personas sin ciencia ni sabiduría alguna que sencillamente te cuentan su vida, y es raro que un ejemplo particular sea extrapolable ni contenga enseñanzas que sobrepasen lo obvio. Lo cierto es que uno no compra el libro de Paz Padilla —número uno en no ficción durante no sé cuántas semanas— para obtener lecciones de vida, sino con la voyerista intención de espiar vías ajenas.
Quien se acerca al dichoso estante de la Autoayuda tal vez lo haga animado por un vago deseo de saber más, pero sobre todo pretende que no le molesten demasiado. El estante que verdaderamente hace pensar suele estar al lado: es el de la Filosofía. Cada vez cuesta más encontrarlo, de puro menguante, y tal vez algún día sea cancelado, por impertinente y peligroso. Sabemos que estamos pensando de veras —y que nos estamos ayudando— cuando pensar duele, interpela, nos mueve la silla; y es casi lo de menos que su autor acierte en lo sustantivo que plantea. Ahí tienen a Nietzsche, que apenas dio una y sin embargo ha enseñado a pensar a muchas generaciones. «Filosofar a martillazos», llamó a su método, y es un festín para el coco, el corazón y el alma leerle, porque a partir de él se puede entender nuestro tiempo y el mundo y se pueden construir opciones personales que, si bien han de ser siempre revisables, son lúcidas.
Publica la revista Intelligence un estudio de la Universidad de Northwestern que dice que por primera vez en cien años el llamado efecto Flynn —el impertérrito aumento en las puntuaciones del coeficiente intelectual (CI)— ha dejado de producirse. Ya en Noruega se había constatado otro tanto, debido a «factores ambientales»; en España se anuncia un estudio similar que va a sorprendernos. ¿Somos cada vez más estúpidos? Hay mucha gente que empieza a sospecharlo. Antes de que salgan los de siempre ha decirnos que peor estábamos antes de la Ilustración, en el siglo xix o cuando Franco, yo mismo voy a confirmarlo: es muy probable. Pero quienes huimos de la mediocridad lo hacemos también de esa clase de comparaciones, porque nos supone drama suficiente que hayamos empezado a empeorar en los últimos diez o quince años. Mejorar continuamente, eso ambicionamos quienes trabajamos para el progreso; y es en verdad fascinante que quienes más niegan este declive nuestro —todo va bien, circulen— sean quienes se autodenominan progresistas.
Por lo demás, cero sorpresa: sabemos lo que ha estado ocurriendo. Lo esencial, que la atención es la puerta de entrada a la inteligencia; estragada aquella, ¿cómo va a sorprender que esta descienda? Llevamos demasiado tiempo jugando con fuego, tonteando con los dispositivos móviles y desatendiendo la educación, para regocijo chamarilero de la clase política. Porque es de siempre que a quienes manejan el cotarro les venga de perlas que la gente no piense de veras. No es un maligno complot, ni hay por qué imaginar a malvados vestidos de negro reuniéndose en un oscuro enclave suizo acariciando negros gatos; es solo que hay cosas que vender y facturas que pagar, y escrúpulos ninguno.
Dicho esto, es una cosa muy tonta decir que uno no piensa porque se lo impide «el sistema». Una cosa es explicar tendencias sociales y otra muy distinta —a esto lo llamó Sartre «mala fe»— exonerarse uno mismo. En un debate en clase sobre la moda-basura y sus consecuencias medioambientales una alumna que se había declarado previamente ecologista, cuando la enfrenté al hecho de que se inflaba a comprar en Shein y compañía declaró (19 añitos): «Pero es que yo soy esclava de la moda». Quiero decir que no importa lo que pretendan los politicastros o quienes nos quieren consumiendo compulsivamente: somos responsables de nuestras vidas, y algunos, además, de nuestras casas, y ahí no vale hacerse el muerto y pedir más ración de Sálvame de Luxe y déjate de filosofía, por ejemplo. Cuando hablamos de pensar hoy no nos referimos fundamentalmente a planes de estudio o régimen de lecturas, sino para empezar a tener coraje. Como escribe Gracián en El arte de la prudencia, «sin valor es estéril la sabiduría»
Hay tres fuentes principales para acrecentar la inteligencia y la sabiduría: la observación concentrada, las conversaciones excelentes y los libros. Lo primero requiere en nuestro tiempo de un plan muy serio de limpieza de disruptores: menos series, menos móvil, menos ruido en nuestros alrededores. Hay que pararse a pensar; no hay expresión más gráfica ni mejor de lo que nos conviene. Dos, hay que elegir con quien se conversa. Regalamos con una liberalidad absurda nuestro tiempo de conversación a quien no lo merece, a pesar de que es imposible ignorar el impacto que tienen en nuestras vidas las conversaciones. Hablar con gente inteligente, con gente que sabe, te hace más listo; esa gente es oro puro y hay que buscarla y si se puede amistarse con ella. En último lugar, libros. No bastan los vídeos, y ni siquiera los artículos; hacen falta recorridos largos y profundos para ganar en lucidez que se traduzca luego en acciones. Y como los hay hermosos y divertidos sin dejar de ser sabios, los «gustos» son una mala excusa para privarse de esos placeres.
Decía Ortega y Gasset —En torno a Galileo— que «el ser humano para vivir tiene que pensar, gústele o no», y añadía: «Si piensa mal, esto es, sin íntima veracidad, vive mal, en pura angustia, problema y desazón. Si piensa bien encaja en sí mismo —y eso, encajar en sí mismo, es la definición de felicidad—». Las pamplinas de la autoayuda son la papilla regurgitada que mama pájaro desliza en el gaznate de sus polluelos; solo dan para encajar en vida ajena. Estamos al mando de nuestras vidas, lo sepamos o no, y pasada una edad no podemos echarle a nadie la culpa de nuestros fracasos de entendimiento. Hace un cuarto de siglo hacía furor un librito titulado ¿Quién se ha llevado mi queso?: cuarenta idiomas y treinta millones de copias avalan su éxito. Era una fábula muy magra y tontorrona sobre la gestión del cambio que tiene el dudoso honor de legar al mundo el concepto de «zona de confort» y otras fruslerías. A nadie hace daño el leerlo —yo también lo hice—, pero antes o después uno ha de ir a por cosas más arriesgadas y enjundiosas que lo construyan por dentro. Y eso es en definitiva la filosofía.
«La filosofía enseña a actuar, no a hablar», le decía Séneca a Lucilio en una de sus estupendas cartas. Esto es lo que necesitamos, como siempre y más que nunca. Tenemos ese caudal de saber que nos hace mejores al alcance de la mano. Es virtualmente gratuito, en internet y las bibliotecas públicas. Sus tesoros están por todas partes, y muchos se pueden leer sin necesidad de formación previa. Lo sé porque los devoré mucho antes de llamar a la puerta de la Academia; casi un cuarto de siglo fui un autodidacta. Hay además ramas que son específicamente accesibles, amenas y profundas, como los estoicos. Como somos así de tontos, en los últimos años hay gente devorando los libros de un tal Ryan Holiday, un vendedor y empresario que con 29 años publicó Estoicismo cotidiano, devorado por millones que ignoraban que tenían el Manual de vida de Epicteto o las Meditaciones de Marco Aurelio al alcance de la mano.
Pero, en fin, algo es algo.
[David Cerdá es autor de Filosofía andante, Monóculo, 2023]