Pupalitarismo

El don de la infancia se derrama también sobre las palabras. Cuando el niño inaugura su vida, no tiene delante de sí la tarea adánica de poner nombre a todas las cosas creadas, pero, para configurar su mundo, ha de incorporarse a la corriente viva de lo ya nombrado. Y así, con una naturalidad recién estrenada, el niño aprende la lengua de sus padres, balbucea, repite, ensaya, yerra y, llegado el caso, inventa palabros que le permitan explicar lo que pasa. «Quien nomina, domina». Se lo he leído estos días a Pablo Mariñoso, mi compañero ibérico. Eso es: para apropiarse de algo, hay que ponerle la palabra precisa. Las intuiciones mudas no fraguan.

En esto, como en todo, nuestro hijo pequeño es un niño más. Tiende a la improvisación lingüística, se equivoca de cuando en cuando y, cuando necesita romperle las costuras al idioma, saca la navaja (ríete tú de la de Ockham) y rasga la etimología. El otro día me lo encontré discutiendo con su madre sobre una palabra. Como la madre de la criatura no quería transigir (en este tipo de cosas, no cede un palmo), la indómita criatura acudió a su padre. Lo hizo con la fe de un antiguo visitante del oráculo de Delfos: «Papá, ¿a que existe la palabra pupalitarismo?».

La preguntita se las traía. Si decía que no, agradaría a mi mujer, que en casa es quien fija, limpia y da esplendor. Pero quería decir que sí, porque, si uno mezcla la proliferación de «pupas» (esos que se ofenden por todo y a los que, por acción o por omisión, siempre se les arranca una postilla) y la tendencia al «igualitarismo» (la protección de la igualdad de todos mediante la promoción de la excelencia de nadie), resulta pupalitarismo. Y, además, que el neologismo suene raro ofrece un argumento de refuerzo: suena así porque describe una realidad amorfa, desequilibrada y claudicante.

Antes de emitir mi opinión, le pregunté al autor de vocablo qué significado le daba él y cómo su cabeza había llegado hasta allí. Me contestó como un artista al que se le pregunta por su obra. Me dio apenas una impresión: «Me suena a algo con mucha gente».

Ese nuevo motivo inclinó definitivamente la balanza. El pupalitarismo, que es una aleación entre la queja perpetua y la amargura de quien no se atreve a más, atrae a la muchedumbre. El hombre-masa se desenvuelve con donosura en esos ambientes plañideros, en los que nada ni nadie le exige despertar a la vida personal. El pupalitarismo propicia la aglomeración de seres idénticos que consumen vidas estándar. En el marasmo nadie rema, y basta con bañarse en un agua tan tibia como turbia.

Le expuse todo esto a mi mujer, proponiéndole que le diéramos la razón al niño. Noté que, sin ceder, no quería disgustarnos. Y ella, conciliadora, me propuso lo siguiente: «Puedes contarlo en La Iberia. A sus lectores, que no son quejicas, puede hacerles gracia». Y aquí estamos, estrenando el palabro.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).