En los primeros siglos del cristianismo un anónimo autor escribió la Carta a Diogneto como yo ahora escribo estas líneas. Esperanzado y alegre por todo lo que bullía a su alrededor, aquel desconocido escriba anotó que «Dios estableció a los cristianos en un puesto tan grande que no les está permitido desertar». La grandeza de los suyos le exhortó a echar para adelante y uno podría pensar que algo parecido ha pasado con Sánchez y los octogenarios. Sus pírricas movilizaciones le han conmovido. Yo lo entiendo.
El autor de la epístola protocristiana definió en algunos pocos capítulos el programa de vida que debía guiar a los seguidores de Cristo y algunos de nosotros aún pensamos que la fórmula sirve para nuestros días. Dos eran entonces los principios de la caballería cristiana: la deserción no está permitida; la esperanza es obligatoria. La carta dio mil vueltas y sufrió modificaciones, acaso intencionadas, pero en estos siglos no ha perdido un ápice de su esencia. Esperanza y permanencia, pleonasmo en último término, todavía han de guiar nuestros pasos.
Con estos mimbres hoy no puedo estar más contento. Algo mejor que la esperanza en la alegría resulta la esperanza en la desidia y por eso me veo obligado a brindar por nuestro tiempo. Mejor que la permanencia en épocas de bonanza resulta la terquedad, noble virtud, en una época abocada a la deserción. Me descubro levantando la copa y los corazones porque nuestra época nos está regalando el contexto más favorable para cumplir nuestra misión. ¡Para que sobreabunde la Gracia antes tiene que abundar el pecado! Algo así escribió Fabrice Hadjadj, que anda estos días por Madrid, en La suerte de haber nacido en nuestro tiempo.
Abrazar la contrariedad, sin embargo, no significa abrazar únicamente la contrariedad. Yo con Hadjadj estoy de acuerdo en todo y confío que el tribunal que juzgue mi trabajo final de grado también lo esté (mando desde aquí un saludo a uno de ellos). Pero quiero dar un paso más. Vivir sonriendo frente a la desidia de nuestro tiempo, sabiendo que el terreno rico en estiércol es el propenso para florecer, no me impide admirar los jardines. Y por eso hoy celebro esta primavera de La Iberia, que este mes de mayo se convertirá en un Edén.
La Iberia ha sido durante años la revista de cabecera para muchos de nuestro lado y otros tantos del otro. Una web de referencia en la que el lector siempre ha encontrado algarabía e ideas, que de eso se trata. Con una libertad casi total, que es la que concede Dios a sus hijos, en estas páginas se han escrito textos que algún día encontraremos en la biblioteca del cielo. Porque las bibliotecas existen y el cielo también… ¡Y qué mejor las unas al lado del otro! La cercanía de ambas, precisamente, me recordó hace unos meses aquel binomio de Diogneto: la deserción está prohibida; la esperanza es obligatoria.
Ahora que el mundo parece reacio a la Gracia, ahora que el campo está lleno de estiércol, nos lanzamos a retomar esta empresa, con la inconsciencia de don Quijote y la tranquilidad de Sancho. No puedo no estar alegre porque me veo partícipe de un tiempo estupendo. ¡Y qué suerte, en efecto, haber nacido en esta época! A las contrariedades del enemigo se suma la mirada cómplice de tantos amigos, que este mes de mayo desfilarán por esta página aventurando lo mejor (en palabras de Sostres): que aún existe la civilización fundamental en que los distintos se enseñan, se mejoran y saben que el debate aseado y libre sirve para descorchar botellas de vino y beberlas a la salud de la inteligencia y no para usarlas de arma arrojadiza. Comencemos a descorchar.