Con motivo del óbito de Isabel II ha vuelto a aflorar el servilismo y el catetismo que, en ocasiones, nos es tan propio. No sé cuántos Blas de Lezo de Hacendado y adoradores de la Monarquía Hispánica andan sueltos. Sin duda, tal y como están las cosas son preferibles (sobre todo los últimos) a los Royal Marines de Hiper Asia y a los cientos de empleados españoles del Foreign Office que se han reproducido, casi por esporas, en la prensa y redes sociales patrias estos últimos días.
Bien está lo que bien acaba. Lilibeth casi ha batido el récord de Luis XIV en lo tocante a número de años reinados, nunca se le conoció la fogosidad sexual (que suele dar problemas) típica de los descendientes de Hugo Capeto y su muerte ha sido bastante más agradable que la del Borbón. Sin embargo, y por razones obvias, ella nunca fue «Teniente de Cristo en este mundo». Bien al contrario, desde Enrique VIII la soberana y sus descendientes se vienen declarando Capitán General por el artículo 33. Hoy, de vez en cuando, nos regalan suntuosas celebraciones que es lo que realmente gusta al pueblo británico. Y al español. Es natural, porque reaviva esa necesidad de grandeza de la que se nos suele privar en favor de ceremonias tristes donde nunca falta un pebetero, sillas de plástico, interminables minutos de silencio y gente colocada estratégicamente formando poliedros.
En el caso de Isabel II, así como hubo una maravillosa ceremonia religiosa de coronación en Westminster, se organizará un precioso servicio funerario en el mismo lugar. Eso sin contar con lo que hagan por su lado las compungidas logias masónicas, que ya han lamentado su pérdida (sé que mis tres o cuatro haters estaban esperando esto como agua de mayo, y una no es de desagradar).
La rama inglesa de los Sajonia-Coburgo es una de las casas reales que más relación tiene con el auténtico cuerpo intermedio oficioso de las democracias europeas fetén. No en vano, el duque de Kent, primo de la finada, es el Gran Maestre de la Gran Logia Unida de Inglaterra. Aunque eso es pipí de gato, como diría Macron. Lo que en realidad pone a algunos miembros del clan es formar parte de los tinglados y clubes donde deciden por nosotros las grandes tendencias económicas y sociales a las que nos enfrentaremos en un futuro próximo.
La condición política que representa una Jefatura del Estado es fundamental para los gerifaltes de muchas instituciones supranacionales y sus chiringuitos privados. Sin embargo, lo que cuenta verdaderamente de los Windsor es su poder religioso y el incalculable patrimonio que permite a la familia codearse con el nuevo Gotha, que ya no son ellos, aunque lo sean nominalmente. Si no son muy lerdos y no les pillan con amigos poco recomendables (proxenetas de adolescentes y pedófilos), seguirán en sus cosas de la Agenda 2030 o a los saraos del Foro de Davos mientras cumplen con sus compromisos oficiales.
Por eso, cuando leo los discursos del nuevo monarca, Carlos III, donde se hace mención del «servicio público», no puedo más que tomarlos como un brindis al sol. Desde la Carta Magna de Juan I (siglo XIII), inspiradora, dicen, de los derechos y libertades que disfrutamos, se establece un sistema manejado por dos estamentos. La adaptación de ese marco jurídico-político «elitista» al momento histórico que tocaba es el motivo por el que la monarquía británica, a pesar de haber atravesado períodos convulsos como el de la Revolución, ha logrado surfear los siglos incólume. Nuestras Cortes medievales poco tuvieron que ver con ese apaño contra la rebelión de las baronías. Pero los británicos tienen mucho salero para vendérnoslo como el origen de los maravillosos sistemas políticos que nos hemos dado. Y no les falta razón. También para mal.
En materia de ventas son excepcionales. Aunque hayan abusado de la leyenda rosa victoriana que nos presenta una Inglaterra flemática, sofisticada, caballeresca y casi educada en Eton, las cosas son bien diferentes. Ya he escrito en alguna ocasión que Phil Daniels es más representativo de las islas que David Niven, la arquitectura brutalista y el feísmo más que la neogótica o victoriana y ni siquiera el famoso «corte inglés» lo inventaron ellos. Lo hizo el holandés Frederick Scholte, quien, a su vez, entrenó a un escandinavo (Anderson) que dio nombre junto a su socio (Sheppard) al establecimiento donde se viste el nuevo monarca.
Pueden parecer minucias, pero son pequeños motivos de orgullo que como buenos comerciantes han explotado hasta el límite. Y no les culpo. Han logrado incluso transformar su monarquía en un icono pop: series, películas, camisetas y porcelana. Las quejas de los Smiths o los Sex Pistols contra la Reina suenan ridículas hoy. La institución es aparentemente indestructible y ya sabemos que nadie se gana cierta reputación sin haber roto varios huevos. Esa Corona es capaz de vender hasta su propia sangre a los bolcheviques con tal de no sufrir la ojeriza de la opinión pública. Están hechos a la imagen de una nación, metrópoli de un imperio escasamente civilizador, que ha sabido fabricar mitos como nadie. Quizá deberíamos tomar nota de ello. Tenemos bastantes más motivos que los británicos para estar orgullosos de nuestro pasado.
Tan cierto como que Isabel II representó con dignidad al Reino Unido es que nos hizo un par de feos importantes. Que el síndrome de mayordomo de Downton Abbey (@harryelsocio) no nos haga olvidar que históricamente esa monarquía ha representado nuestra némesis y la de medio mundo. Por tanto, la baba y almíbares que hemos tenido que ir apartando de la prensa y redes sociales con motivo de la defunción real es sonrojante. Es la muestra de ese catetismo propio de la moderna que viaja a Londres por primera vez. Es un vídeo de Pantomima Full. Aunque lo peor sería que representara un desprecio o desconocimiento de nuestro pasado, dificultándonos crear el futuro que nos corresponde.