Confieso que he tendido puentes. Fue en esa columna que escribí hace unas semanas contra los moralistas del estío. Creí llegado el momento de aparcar viejas rencillas con el universo mangacortista y bermudista. Quise unir, hermanar, hacer frente común contra la superstición y la intolerancia de aquellos que siguen, con 40 grados a la sombra, embutiéndose en pitillos de elastano o poniéndose corbata por el placer de sufrir para luego, parafílicamente, ir a contarlo en twitter.

Reconozco que no me gustan los tatuajes, pero con el tiempo aprendí el arte de la moderación. No importa que no sea usted pirata, antiguo convicto o caballero del tercio (no me refiero al de Mahou, sino al del besuguito y la leche de pantera); si le sienta bien, y mire que es difícil, estoy dispuesta a aceptar su piel decorada con anclas, sirenas y amores de madre. Ahora, no cantemos victoria, para asumir con naturalidad latinajos, runas y el alfabeto kanji tendré que esperar a una dilatación extra de tragaderas.

En cualquier caso, he llegado a la conclusión de que estaba equivocada. Hasta cierto punto, claro. No es el trapo o el accesorio lo que importa, en general, sino la coherencia que dé la persona a todo lo anterior. Conocerse a uno mismo y tener el mundo suficiente para adaptarse a las circunstancias es la base de esa armonía que se llama elegancia. Ésta puede ser discreta y quedarse en una especie de respeto vestimentario o tirar, un poco más, hacia lo flamboyante.

Sin embargo, una cosa es que existan menos límites de los que pensamos para aparecer con dignidad ante los demás y otra, bien distinta, es caer en el exceso de pensar que no existe código alguno. Una cosa es vestirse para tratar de combatir el calor y otra, bien distinta, la de transformarse en el hombre «plástico-poliéster» tan propio de nuestra era (y que tan bien define el pensamiento de algunos). En ocasiones, no hay nada como el análisis de lo superfluo para llegar a comprender lo más profundo.

No sé si ha sido durante una conferencia o kermés universitaria, pero el caso es que en uno de esos encuentros académicos donde todo el mundo se mordisquea el colín, ahueca la voz y suelta frases de curitas decimonónicos, hemos tenido la oportunidad de ver a un participante, ya talludito, en chanclas de ducha, «bañata» y camiseta guarrindonga. Su imagen contrastaba con la de un público mangalarguista, seguramente amante de fibras naturales como el algodón (que nunca engaña).

Que el tipo no mostraba ningún respeto por su audiencia es lo más evidente que podemos concluir. Pero yo creo, además, que representaba a la perfección ese mundo por el que muchos como él abogan: algo pastueño e indiferenciado, basado exclusivamente en una falsa comodidad importada e impuesta culturalmente.

Un universo de flojeras donde hemos reemplazado la nobleza de ciertas materias, que tan bien se trabajan en el sur de Europa, por el poliéster y la inyección plástica. Con razón algunos oráculos del pensamiento mi-cuit no ven con buenos ojos expresiones del tipo «a la antigua». Son sospechosas. Evocan el buen hacer del pasado, por ejemplo en materia artesanal o de ciertas convenciones sociales, y eso es insoportable. Nada ni nadie puede enmendar la plana al eterno progreso. Y éste, en su estado decadente o actual, es el que quedaba representado a la perfección en el happening de politólogos.

Por supuesto, no podemos descartar que tal puesta en escena no fuera una manera de llamar la atención. Si es así, salió una boomerada XXL merecedora del premio Salmones a la vergüenza ajena. Y es que, al final, voy a tener que acabar dando la razón a aquellos que dicen que vivimos en una época de idiotas. Pero mejor tentarse la ropa: siempre seremos el idiota de otro.