Nos hablan de la vida, pero se olvidan de la muerte. Estamos saturados del carpe diem obviando el momento mori. Cosas del narcisismo posmoderno. Nos creemos omnipotentes, ilimitados. Poder existencial, que, al banalizar la vida, también ridiculiza a la muerte convirtiéndola en un efecto colateral de una libertad mal entendida. Por eso se declaran guerras justificando el genocidio de un ególatra o se acaba con el latir de inocentes sin contemplación. Hemos perdido la concepción de la existencia, la dignidad del ser humano, los valores. Los nacimientos han dejado de ser una alegría y en los funerales ya no se viste de negro.

Comparto la herida de la muerte con Miguel Hernández. Cicatriz afligida del buen vivir. Porque sólo saben caminar por este mundo todos los que han amado y se han derrumbado ante la muerte del prójimo. Tener esa perspectiva permite ser consciente de que lo verdaderamente importante, como señaló Ana Obregón, es disfrutar del tiempo con las personas a las que quieres. Siempre pienso que tenemos un profundo desconocimiento de cuándo va a ser la última vez que veamos a alguien. «No sabéis ni el día ni la hora» (Mateo 24:36-51). Me di cuenta de eso el día que perdí a mi madre. Habíamos ido a desayunar a la cafetería habitual, todo marchaba con tranquilidad. Respirábamos felices de pasar otra nochevieja juntos. Ojalá alguien me hubiese susurrado, aunque fuese, que ese iba a ser el último café que tomaría con ella. No la habría dejado de hablar en lugar de leer el periódico decorado con lamparones de aceite. El caso es que nada más subir a casa, con miedo y con lágrimas en los ojos, alertó a mi padre de que sentía un fuerte dolor en el corazón. Aquel sufrimiento hizo que me incorporase para darle un beso en la frente. Todavía no sabía lo que eran los infartos, y mucho menos la muerte. La percibía como una ilusión, como algo que solo se llevaba a la gente mayor. Estaba todavía en la etapa en la que crees que tus padres son inmortales y que nunca te van a dejar.

La cosa también cambia cuando ves a conocidos ser secuestrados por la Parca. Recuerdo cuando mi padre le preguntó por Manolo el florero, dueño de la floristería del barrio, a un parroquiano de la tasca a la que solíamos ir en Madrid. Compungido, le contó que se había ahorcado en las vías del tren. Nos quedamos helados. Es indescriptible imaginar a una persona con la que has crecido hacer algo así. La pena tan grande que debió de sentir para decidir terminar con la afluencia de la sangre y el latir del corazón.

Esos episodios me han ayudado a tener la gran convicción de no guardarme ninguna emoción con las personas a las que quiero. Pienso en ese último beso que le di a mi madre en la frente, la última vez que su piel estaba caliente. Doy gracias a Dios cada día de haberme podido despedir de ella. Desde entonces, no hay instante en el que no deje de decir «te quiero» o tener una muestra de aprecio a los míos. Por muchos defectos que tengan los nuestros, estoy seguro de que, si esas manías desaparecen de nuestra vida, las echaremos de menos. Intento no ser tan ingrato de no valorar las cosas hasta que se pierden. Algo propio de estos tiempos líquidos que reseñaba Rafael Narbona en El Cultural. Manecillas del reloj que van tan rápido, se mueven con tanta intensidad, que uno encuentra luces de Navidad en octubre y anuncios veraniegos en febrero. Se parece a esa gente que cuenta las semanas para que llegue el verano. ¿Dónde está el carpe diem? Tópico latino conmutable con el momento mori. ¿Y si esa estación no llega? ¿Y si ya no cumples más primaveras?

Curioso es el binomio católico de la muerte. Por un lado, los creyentes sabemos que la vida mortal es sólo el principio comparado con la eternidad celestial, por otro, conocemos que nuestro tiempo terrenal es limitado. Perpetuidad alcanzable únicamente para aquéllos que han sacado fruto de su efímera estancia en la realidad. Complementada, además, con la máxima de que el cielo es solo para los que han sido felices en la tierra. ¿Somos dichosos provocando guerras, matando o asesinando? De la misma forma que invocamos el sentido trascendental de la defunción, el aspecto más estético de ésta nos revela el dolor que sufren los que pierden a alguien. La vida y la muerte se complementan hasta tal punto que si no respetas una tampoco entenderás la otra.

Muere lentamente quien evita una pasión y su remolino de emociones, justamente éstas que regresan el brillo a los ojos y restauran los corazones destrozados.

Pablo Neruda