Dicen que, a partir de los cuarenta años, uno es responsable de su cara. Poco importa que sean los cuarenta o los treinta, porque eso dependerá de la madurez de cada uno. El caso es que hay una edad en la que ya no valen las trampas o las excusas ni las quejas ni la creencia en teorías conspiratorias (esa sospecha infantil de que el mundo gira en nuestra contra). Solo frente al espejo, llega un momento en que uno puede confesarse culpable de la amargura que refleje su rostro, si es el caso; o, en el otro extremo, uno puede comprobar que, pese a todo —o precisamente por eso—, el semblante aún conserva intacta la alegría.
Tiene que ser así, inevitablemente. Entre los tonteos de la adolescencia y los tanteos de la primera juventud se va forjando el carácter (y aquí el verbo «forjar» es esencial, como lo es «inspirar» cuando se trata de la confianza). Cada acción y cada omisión dejan una huella en nosotros. El hacer nos hace. Nuestra vida también es nuestra porque lleva en ella una impronta única. Ésa es la genuina «marca personal»: la que procede de nuestro carácter, no de los consejos del marketing. Entre el «branding» y la virtud, lo segundo.
Claro está que, de la misma forma que la vida sentimental no se reduce a la acumulación de experiencias —como decíamos ayer—, la vida buena no es consecuencia de la agitación. Lo ha explicado bien José María Torralba al tratar sobre el carácter en su apasionante libro Una educación liberal: «Crecer moralmente no es el resultado de un proceso de producción, sino fruto de un paciente cultivo y cuidado de uno mismo».
Ese cultivo es paciente porque exige hábitos. Uno no puede florecer al instante. El ser humano necesita el largo plazo, y, salvo milagros —que haberlos los hay—, todo dependerá en gran medida del heroísmo sostenido en aquello que parece nimio. De algún modo, la vida se juega —y se gana o se pierde— en cada detalle.
Uno de esos hábitos —y acaso uno de los más olvidados— es el de acercarse a lo bello y ahuyentar lo feo. Sorprende, por ejemplo, la forma en que algunos parecen haberse acostumbrado a la crueldad (en la forma y en el fondo) de algunas historias. Empecé a verlo en una serie de éxito. Tras un asesinato, la trama gira en torno a cómo hacer desaparecer el cadáver. Hasta ahí, todo normal (porque no hay drama sin sangre de por medio). Pero luego se pretende que el espectador se refocile con los detalles (que aquí omitiré) de la destrucción del cuerpo en cuestión. No hay por qué soportar toda esa porquería truculenta. Uno puede omitir esa escena o, llevado de un cierto cabreo —¿pero por qué tengo que tragarme esto?—, omitir las siguientes catorce temporadas de la serie en cuestión y volver a ese libro que se dejó a medias. La decisión parecerá mínima, pero el efecto en nosotros será enorme, porque habremos cuidado de nosotros mismos.
Vayamos, pues, de la truculencia a la lírica. Los versos conocidos de John Donne dejaron claro que «ninguna persona es una isla» y que «la muerte de cualquiera me afecta» El colofón es memorable: «Nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti». Algo parecido nos sucede cada día. Porque nada de lo que hagamos quedará aislado. Lo que hagamos nos afecta. Así que no te conformes, como hace la mayoría, con extrañarte desde lejos por lo que irá mal en el mundo. La pregunta inevitable y esencial es otra: con esto que hago hoy, ¿cómo será mi rostro mañana?