Ahora todo son «experiencias». Así, en plural: experiencias. Cuantas más, mejor. Se trata de acumularlas. Deben ir depositándose en la vida de uno sin orden ni concierto. Esta experiencia —que nada tienen que ver con aquella simpática «madre de la Ciencia»— ha de ser espontánea y libérrima. No lo será propiamente si obedece a un plan: las genuinas experiencias no se preparan, sino que brotan. No se prevén, sino que manan (a ser posible, a borbotones). Se las reconoce y aprecia porque provienen de un deseo potente que irrumpe con fuerza y por sorpresa. Por eso la emoción que acompañe a la experiencia —que es su elemento primordial, su chispa— tiene que tener un punto de incontrolable, de destino al que se dirigen fatalmente el hombre y la mujer, ávidos de sentir, anhelantes sin límite.

Hay ya empresas especializadas en generar «experiencias de compra». Se ocupan, por ejemplo, de que una tienda tenga una fragancia amable. Todo debe ser friendly, amigable. Pero no porque el cliente sea el rey (idea que resumiría el afán de servicio), sino porque, convenientemente persuadido, el cliente podría convertirse en esclavo. No es tremendismo, sino simple observación: obsérvense los infinitos reclamos de cualquier zona comercial y la incitación constante a experimentar nuevas sensaciones.

El caso es sentir. Sentir mucho y muchas veces. Da igual que sea algo parecido al peligro (una «experiencia de rafting») o que se trate de algo sencillo (una «experiencia rural»). Para venderlo bien, todo hay que disfrazarlo de una emoción palpitante. Así, comer muta en «experiencia gastronómica» y «sensorial». Algunos, apurando la expresión, hablan incluso de la «experiencia de la maternidad» (o de la paternidad), como si tener un hijo fuera sólo una vivencia intensa o un entretenimiento de altísimo voltaje (y es ambas cosas, pero es mucho más que eso).

Creo, no obstante, creo que detrás de ese afán puede latir una inquietud más honda, de la que la experiencia sería sólo el primer paso (necesario, pero insuficiente). Popcack, en Dioses rotos, habla de los siete anhelos divinos del corazón humano y de la forma en que se distorsionan. Así, el soberbio deforma un anhelo de abundancia, de vida plena; el envidioso, el anhelo de dignidad; la ira desfigura el anhelo de justicia; la pereza, el anhelo de paz; la avaricia distorsiona nuestro deseo de confianza, como la gula el de bienestar y la lujuria el anhelo de comunión, ese deseo de vínculo íntimo, de conocer y ser conocido por otro.

De modo que esa exploración de «experiencias» parece decirnos algo: que detrás del ruido de cada actividad supuestamente plena (comprar, arriesgarse, disfrutar del campo, ser padre) hay un anhelo subterráneo y que está por descubrir. La superficie oculta aguas más profundas. Aunque quizá para esto —que tiene que ver con la búsqueda— sea mejor una imagen cinegética. El deseo nos nuestra lo que podemos amar; el deseo levanta la liebre. Pero es el amor el que dispara. Y amar —quien lo probó lo sabe— es mucho más que una experiencia.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).