En Europa asistimos a un nuevo capítulo belicista, retomando la tradición militar que ha llevado a los pueblos occidentales a enfrentarse entre sí. De hecho, la guerra es una realidad humana, y mucho me temo que la paz definitiva no llegará hasta el fin de los tiempos. De hecho, tratar de instaurarla a ritmo forzado es un intento de consolidar el Paraíso en la Tierra, haciendo de esta un valle de lágrimas. Con el conflicto que viene de la mano de Ucrania, la OTAN y Rusia nuevas imágenes y testimonios de reporteros de guerra nos llegan y nos recuerdan lo cruentos que son estos capítulos en los que la muerte y la destrucción avocan a miles a dejar sus casas y buscar asilo en lindes cercanas.

Este episodio al que asistimos está rodeado de confusión al verse envuelto por contradictorias acusaciones entre la Federación de Rusia, por un lado, y Ucrania, por el otro. De tal manera, vemos cómo la potencia presidida por Putin esgrime el argumento de la persecución y asesinato permanente tanto de combatientes como de civiles prorrusos afincados en el este del país dirigido por Zelenski. A esto añade como agravio y amenaza a la nación de los zares la permanente vulneración de la promesa de no expansión, mediante la cual la OTAN no aumentaría su ámbito de influencia por los países del Este de Europa, la antigua Unión Soviética. Sin embargo, los límites de la Organización del Tratado Atlántico Norte han ido conociendo nuevos horizontes y ahora es Moscú la que teme tener misiles a menos de 900 kilómetros. Putin, antes de que le pudiesen golpear, ha procedido con esta operación militar que aún presenta gran barahúnda en los países más occidentales al no quedar claro si es una invasión para anexionarse el territorio o bien si se trata de una intervención sin fines imperialistas. Sea cual sea el resultado del conflicto, el lado humano se resiente y el pueblo ucraniano toma las armas para hacer frente a uno de los principales ejércitos contemporáneos.

A raíz de la escalada belicista que vivimos en Europa, la propaganda militar se ha intensificado empezando las instituciones a difundirla con mayor insistencia a raíz de la tensión que ha habido desde hace mes y medio hasta la eclosión del conflicto. En ella, pudimos ver en un primer momento la comparación entre el anuncio ruso y el estadounidense para promover el reclutamiento de soldados. Así como lo desarrollado por la armada rusa mostraba virilidad y rudeza, animando al coraje y la entrega, el anuncio de Estados Unidos consistió en una animación en la que principalmente se invitaba a pelear por la diversidad, el ecologismo y las demás religiones y credos posmodernos que atormentan nuestras sociedades cada vez más incivilizadas. El colofón lo puso la OTAN con un video promocional que levantó las burlas y aspavientos entre todo el público europeo al volver a mostrar una sociedad global y abierta como la representación de los valores por los que pelear, una imagen buenista, meapilera y débil que poco o nada tendría que hacer frente a las escuadras moscovitas y que para nada animaba a mover ni un pie por ellos. En esta situación no puedo evitar preguntarme si la sociedad de hoy estaría dispuesta a dar la vida por algo, en una civilización cuya cultura se cierne entorno al ego y degenera en la dictadura del yo, haciendo del egoísmo no sólo un baluarte sino también una frontera intraspasable.

De esta manera, nos recogemos en la celda del ensimismamiento y nos negamos a salir de aquello que va más allá de nuestro ombligo. Por eso la sociedad occidental preferiría huir a otra zona donde poder seguir autocomplaciéndose antes que plantar cara a una amenaza externa. En cambio, son varias las imágenes que nos llegan desde Ucrania de padres y varones de familias dejando atrás a mujeres e hijos para enfrentarse al invasor y defender así su patria. Ante esta tesitura, yo me cuestiono qué hace falta para que un hombre esté cabal y libremente dispuesto a dar su vida, a sacrificarse.

Prestarse a morir por algo es de los actos más grandes que un ser humano puede llegar a realizar. Por él, al exponerse a dejar la existencia terrenal, el hombre pone al servicio de una causa los dos dones más grandes que recibimos con el nacimiento: la vida misma y la libertad. Ser capaces de entregarlos supone un acto de desprendimiento que no entra en la cabeza de la sociedad posmoderna que nos rodea, ya que es un anacronismo el mero hecho de dilucidar que hay bienes superiores por los que sacrificarse.

El engaño filosófico liberal que nació entre el siglo XVIII y el XIX nos hace creer que el bien común es la suma de los bienes individuales de cada ciudadano. Con esta definición, no existiría bien posible en actos desinteresados. Para estos postulados ideológicos, tendría más sentido buscar la maximización del bien particular y desoír el resto. Esta idea es la que puede explicar cómo hay quienes por redes no dudaron en exponer que abandonarían el país y que no merecía la pena hacer frente. En cambio, una concepción así de la vida no es posible ni tiene lógica alguna, además que no explicarían los casos de aquellos varones que dieron media vuelta para ir al frente dejando una vida tras sus espaldas.

Precisamente la entrega abnegada que nos llega a través de los medios generalistas suscita una elevada admiración, tal vez sea por ayudarnos a recordar aquellas virtudes que escasean en las sociedades que se consideran más avanzadas. Para el sacrifico al que el voluntario se expone hace falta valor, y éste es el resultado de la conjunción tanto de la generosidad como de la fortaleza. Generosidad porque el hombre que expone su suerte así está dando no sólo su libertad sino su propia existencia para la obtención de un bien mayor, el bien común. Fortaleza porque solo un corazón fuerte no tiembla ante el azaroso destino que hay más allá de la vida. Si por momentos pudiera temer, es el amor que reviste esa generosidad el que se encarga de dar los ánimos que puedan faltar cuando se titubee ante la flaqueza.

Estas dos virtudes expuestas, que envuelven el misterio del sacrificio a su vez proceden de otras virtudes pretéritas, que son la caridad y la fe. La caridad explica el desprendimiento y el amor para darse a los demás. La fe da la fuerza para ver pequeño todo problema o amenaza, poniendo los ojos en un momento ulterior al inminente o futuro. Con esta perspectiva se puede llegar a entender una pequeña parte de la grandeza que tuvo la Cruz, siendo precisamente la pérdida de ésta en Occidente lo que explica cómo su sociedad se ha envilecido y retorcido en sus miserias. No podemos esperar mártires en un pueblo que renuncie a la Cruz. Gracias a que parte de Ucrania se sigue aferrando a ella con fuerza, nos llegan historias conmovedoras que levantan suspiros y ahogados gritos de admiración por quienes se quedan en la trinchera para dar su vida por su familia, por su patria y hasta por Dios; algo que resulta incomprensible en la dictadura del ego que atormenta a una Europa que engatusa a sus ciudadanos haciéndoles creer que son dioses. Nada más lejos de la realidad.

Cuando la OTAN lanza su propaganda aspira a que haya quienes quieran sumarse a defender la farsa del endiosamiento de nuestra soberbia: creernos que hay tantos géneros como queramos, que toda unión es un matrimonio o que el niño concebido empieza a ser persona a partir de la semana que determine la ley. Cuando se levanta una sociedad sobre los pilares del egoísmo y la soberbia, llegan los tiempos difíciles y las mismas herramientas que se usaron para construir un mundo nihilista son inútiles, quedando la sociedad expuesta a la bajeza de sus vergüenzas. Por ello, bienvenidos sean los tiempos difíciles.

El episodio que está padeciendo Ucrania es cruento y amargo. Produce un dolor que puede fracturar más todavía un país que ya padecía divisiones internas que lo empujaron a la revuelta del Euromaidán primero y a las separaciones abruptas de provincias orientales de mayoría prorrusa. Con independencia de qué intereses sean más legítimos, si los de Rusia o los de la OTAN, el país del este de Europa nos está ayudando a recordar que la guerra es una realidad que salvará la frontera de los tiempos hasta que se produzca el fin de estos. En tiempos recios el vendaval sopla con fuerza y sólo queda en pie aquello que goza de firmes cimientos y profundas raíces. Ojalá que esto nos ayude a recordar el valor del sacrificio. En un mundo que no comprende la generosidad y que envidia la fortaleza, la sociedad queda eclipsada por el valor de los hombres. Por esta razón, para que Europa se desprenda algún día de la vileza con la que la someten los globalistas, no dudemos en ser gente fervorosa y caritativa, haciendo que el sacrificio sea insignia de los que soñamos un porvenir floreciente.

Ricardo Martín de Almagro
Economista y escritor. Tras graduarse en Derecho y Administración de Empresas, se especializó en mercados, finanzas internacionales y el sector bancario. Compagina su actividad profesional con el mundo de la literatura. Actualmente se dedica al análisis y asesoramiento de riesgos económicos y financieros.