Quería descansar un tiempo prudencial. Dedicarme al «dulce hacer nada», o al dulce hacer muy poco, pero hete aquí que me veo obligada a salir de este principio de modorra estival. La culpa la tiene mi editor, Julio Llorente, que ha escrito una buena columna para Voz Pópuli. Como dice el clásico moderno: «No te lo perdonaré jamás», querido. Ya estaba de retirada.

El título, Contra la batalla cultural, es bastante explícito y creo que merece réplica, lo que me obliga a meterme en un fregao de proporciones considerables. Y eso sin pretender erigirme en defensora inquebrantable de esa lucha.

Para empezar, echo en falta una definición de batalla cultural en el artículo de Llorente. Más que nada para delimitar el objeto de la «discordia» y saber exactamente contra qué estamos tirando. Servidora, aún a riesgo de equivocarse, podría proponer dos. La primera, consistiría en explicar la kulturkrieg como la acción de contrarrestar u oponerse a la influencia de esa hipertrofia liberal (que cada uno bautizará como quiera) cuya cosmovisión comienza a imponerse en Occidente a partir de los años 50 del siglo pasado. La segunda, acuñada por Jorge San Miguel y recogida por Marisa de Toro para la revista Centinela, implicaría entender tal conflicto como la defensa de aquellos principios o valores en los que uno cree. Por tanto, la batalla no es unidireccional. Todos la damos, en mayor o menor medida.

Hoy, a casi nadie extraña el viejo slogan: «lo personal es lo político»; o que se proclame con toda naturalidad que el nuevo sujeto revolucionario es una «niña trans». La sexualidad ha salido de la alcoba para transformarse en un asunto de Derecho Público y pretenden imponernos la memoria por Decreto. La tan cacareada libertad de expresión está bajo mínimos y, efectivamente, los hay que han decidido «echarse al monte» de las formas más variopintas para tratar de frenar lo que muchos consideran un declive civilizatorio. No es algo sobre lo que Julio tenga dudas. Aquello que no termina de ver, parece, es la utilidad de responder a las andanadas que envía el adversario. Y en este sentido, diría que mi editor ha caído en el humanismo de vía estrecha típico de eso que llaman «moderación».

Ésta última, prima hermana ideológica de las corrientes que llevan minando décadas nuestras sociedades, privilegia los consensos mediocres, normalmente condenados al fracaso, antes que la defensa de una serie de principios inmutables que sobre los que construir acuerdos sólidos. Obviamente, tales principios no son definidos o impuestos por Esperanza Ruiz. Nos acompañan desde que el mundo es mundo y están en la naturaleza de las cosas. Hay disciplinas, como la biología, y eso sin ir más lejos, que tratan de ponerlos en negro sobre blanco. Nuestra pequeñez no nos permite aprehender la Verdad, de acuerdo, pero sí tenemos evidencias de ella que nos dejan discernir lo bueno, lo útil y lo bello de este mundo.

Y es por obviar estas evidencias, porque «nadie tiene la verdad absoluta», por no ser elemento de justa discordia o por esa obsesión de tender puentes, aunque sea sobre una base mal cimentada, por lo que el pensamiento centrista se somete a las reglas de un adversario que lo desprecia profundamente: o bien aceptando pactos de mínimos que, en ocasiones, suponen abdicar de la realidad sirviéndose de una tolerancia que se descubre insuficiente con rapidez; o bien tirando de caridad o de humanismo mal entendidos; o bien, y ésta es la mejor, esperando que una especie de pensamiento mágico de centro-derecha amanse a los Social Justice Warriors. Algunos no se han enterado, de momento, que son presa y coadyuvante, normalmente por omisión, de esas corrientes de pensamiento tóxicas para una sociedad que pretenda seguir llamando a las cosas por su nombre.

Cambiando de tercio, es incomprensible esa obcecación masoquista por no disputar el espacio de ciertas ideas al emperador, que además está desnudo. A la larga, implican un daño irreversible al mundo que nos toca habitar. En un principio, lo que parecen ocurrencias inocuas van mutando hasta salir del laboratorio donde han sido creadas, normalmente las aulas universitarias, y alcanzan las más altas instituciones del Estado. Ésa debe ser la idea. Así hemos visto, ojipláticos, como en una comisión del Senado norteamericano una prestigiosa profesora de Derecho acusa de tránsfobo a un miembro de la cámara después de haberse marcado una perorata incomprensible sobre los sujetos que pueden quedar embarazados. En circunstancias parecidas, Kamala Harris se presentó recientemente por sus pronombres y definiéndose como «una mujer con traje azul» (como si no saltara a la vista).

Hoy son conocidas las taras psicológicas de no pocos teóricos clásicos de la sociedad que viene. Pero absténganse de dar la «batalla cultural», no sea que alguien se vaya a ofender y además: ¿qué sabemos nosotros de los dramas personales de ese militante LGTBI, de ese transexual, de ese subsahariano a sueldo de tal partido, de esa que grita «¡nos encanta matar bebes!» y, ya puestos, de esos que pretenden imponernos su memoria hasta el año 2047? El sentimentalismo, tan propio de nuestros días, es algo que nunca falla y al que nos plegamos con una facilidad pasmosa.

Efectivamente, no sabemos nada de las cuitas de algunos y la idea nunca es juzgarles: no dejen que lo llamen moralismo porque sería hacer concesiones a lo que en realidad es una censura burda, facilona y poco imaginativa. El problema no es la homosexualidad o el sufrimiento del transexual, evidentemente, sino el militantismo de combate y la utilización de individuos como munición humana al servicio de ideologías disolventes. Tras ellas no se esconden más que microluchas eternas cuyo objetivo es desviar la atención de lo que verdaderamente importa. Y lo que importa, a la postre, son nuestras condiciones de vida en esta sociedad compleja cuya realidad se nos presenta más lúgubre cada día que pasa. (Si a usted le va la moderación, no se preocupe. Estamos mejor que nunca).

Entiendo que al rojipardismo, o a cierto marxismo ortodoxo, se le atragante la idea de «batalla cultural». Quizá porque la asocien a cierto partido político. Esto plantea el problema de la réplica que debe hacerse, desde cierta derecha, a los embates del adversario. Quizá las viejas fórmulas no funcionen. Apelar a los mitos recientes de la derecha liberal y a todo a lo que, a la postre, nos ha traído hasta aquí, no sólo es no haber entendido el problema, sino alinearse con él. La cosa debería pasar por una ruptura con todo ello, buscar otros ejemplos.

En cuanto a la forma de dar batalla, cosa que preocupaba a mi editor, uno está condenado de entrada. Tome el camino que tome. Cuando se tiene el poder, la más eficaz, como hemos visto, es la que lleva a cabo la administración cerrando el grifo de la financiación, desobedeciendo a Bruselas, dejando que la escuela sea la escuela y, ¿por qué no?, prohibiendo el acceso a ciertas Fundaciones y ONG que no son más que instituciones al servicio de intereses políticos de potencias extranjeras (¡ah, las agendas!). No hay rifle ni sable que valga contra «el hermano». Simplemente cortar el parné. No hay represión ni violencia. Pero, de haberla, ¿de qué lado cree mi amigo que vendría?

Por si lo anterior no es suficiente, quiero dar a Julio, y a otros, una noticia: mal que os pese muchos estáis en la guerrilla cultural. Cuando despotricáis contra los robots, como Bernanos, y pensáis del progreso lo que Delibes; cuando elogiáis el lechazo y el mangalarguismo; cuando gritáis vuestro enamoramiento, compartís vuestros anhelos o dais consejos para una hija; cuando practicáis el honor, ensalzáis la vejez, confesáis vuestro credo o suspiráis por la belleza; cuando leéis poesía, vais a los toros, escucháis a Calamaro o loáis a Castilla; cuando reclamáis la siesta, pedís matrimonio, narráis procesiones de Semana Santa, reunís a amigos u os ciscáis en el Ministerio de Igualdad; cuando recreáis paisajes, fundáis editoriales, lloráis divorcios, protegéis la caza y amáis a España. Cuando escribís columnas estáis dando la batalla cultural. Mucho ánimo.

Y, por último, a ti no tengo que recordarte, querido amigo, la manoseada frase de Chesterton sobre desenvainar la espada para defender que el pasto es verde. Pues ojito. Suponemos que está arriba pasando lista…