El escenario político nacional es el tema más tendencioso de la actualidad, quedando el debate público secuestrado por un noticiario que solamente saca a relucir una realidad que define al espectro político nacional: hay basura para dar y repartir, haciendo que nuestra realidad política lejos de ser una pugna en busca de la mejor solución para los ciudadanos, resulta ser un juego de trapos sucios que airear cuando convenga. Por ello, dado que no quiero ser partícipe de un reality show del que adolecemos, traigo hoy a La Iberia una decisión política que me atenaza el corazón a la par que me ata bien fuerte un nudo en el estómago. Esta es la estimación por parte de los tribunales colombianos del aborto como un derecho. Esto no es nada nuevo en Occidente; sin embargo, era El País el medio que lo calificaba como «avance» al referirse a la ampliación del aborto hasta a las veinticuatro semanas. Es decir, seis meses, el tiempo de gestación al que Irene Montero —ministra de Igualdad en España— dio a luz a sus mellizos. Sin embargo, era la propia titular de la cartera ministerial quien se alegraba y congratulaba del —mal llamado— progreso colombiano.

El titular del rotativo referente del progresismo me trajo consigo también otro que denunciaba el invierno demográfico en el que se encuentra sumida España, logrando mínimos históricos en nacimientos mientras la ronda de infanticidios se cifraba en cerca de 100.000 abortos practicados en el último ejercicio. Por ello, pese a que ahora hablar del Partido Popular —firmante de la mencionada agenda global— esté de moda en el espectro conservador, prefiero centrar el tiro en el primer don que recibe el hombre de Dios. Este es la vida.

Ante la realidad de que a millones de no nacidos se les aboque a un final fatal en el vientre materno, no puedo evitar hacerme interrogantes para dilucidar cómo es posible semejante aberración. Y así, indagando, lo primero que puedo apreciar es que el aborto es un mal inminentemente material. Para que este tipo de desdicha tome lugar se hace necesario un mal espiritual que lo preceda y alimente la encarnación, que vendrá siempre de la mano del hombre. Es decir, detrás de cada desgracia humana hay un demonio, un mal, que la alimenta y tienta a la persona a que obre erradamente.

De esta manera, en la Modernidad, aceptar la esclavitud empezó siendo alimentado por la avaricia de aquellos capitalistas que aspiraban al poder que el dinero otorga. Pese a ser una barbarie, tanto la envidia de los que querían lujos y halagos como la soberbia de los que querían la vanagloria de este mundo sirvieron para que el hombre tomara unas vendas con las que tapar sus ojos y no ver la dignidad de la persona con indiferencia de su fenotipo. La calamidad se prolongó en el tiempo y América fue primero exterminada por los colonos protestantes para después ser repoblada con los africanos que irían a parar a los campos de algodón. Sin embargo, existía la excusa de un derecho que, al estar respaldado por una ley y una constitución, era innegable. Se hicieron oídos sordos y los siglos avanzaron, cosechando el rencor del hoy de unos por los abusos pretéritos de los ancestros de otros. El mal material como consecuencia de males espirituales.

Hoy vemos cómo se encuentra en los «derechos» de la mujer la farisaica justificación para hacer valer el aborto, aunque el no nacido pudiera sobrevivir fuera del vientre materno. Sin embargo, ¿qué le pasa al ser humano para dar por válido algo tan artificial y cambiante como un autodenominado «derecho»? Recuerdo no hace mucho, en una cena, cómo mantuve una acalorada discusión de cerca de una hora con un gentilhombre de derechas que defendía que éramos nosotros quienes legalmente definíamos cuándo había vida humana en el vientre materno. Frente a su argumento de que eso nos corresponde decidirlo a los hombres, me negué a torcer el brazo —soy terco como una mula— en su favor, haciendo defensa de la metafísica de la vida: por mucho que determinemos legalmente que el no nato es sujeto de derecho a partir de la semana que sea, inequívocamente, en la concepción se origina la sustancia de la vida: el ser. Y gracias al avance científico, la evidencia es tal que ya ni se plantea cuándo hay vida humana en el vientre materno.

Lejos de procurar llegar a un acuerdo demócrata que nos dejase medio contentos a cada uno, se zanjó el debate reconociendo que jamás admitiría que tuviésemos la capacidad de determinar legalmente a partir de cuándo hay vida humana. Por mucho que queramos, cuando la luna y las estrellas adornan los cielos, estamos en la noche y no en pleno día. Sin embargo, he aquí la cuestión y tal vez incluso el mal espiritual que esconda el aborto: la sumisión a los postulados de Kelsen nos hace pensar que la realidad se define a partir de las normas que nosotros mismos nos damos. Es decir, somos tan soberbios que definimos las verdades que nos encontramos. Es lo que ya muchos pensadores antes que yo definieron como la dictadura del relativismo.

De esta manera, a la soberbia que nos hace no reconocer cuándo la vida es vida, se unen otros pecados capitales que la tradición católica tan bien hace en recordarnos. Por ejemplo, «¿para qué voy a tener un hijo si eso me trunca los planes académicos y laborales que tenía en mente?». Esto es el egoísmo, muy presente en el homo œconomicus de nuestra sociedad contemporánea. «Soy libre para mantener las relaciones sexuales que me plazca», diría también la lujuria acompañada de las otras dos faltas capitales mencionadas. «Es que un hijo es una responsabilidad que yo ahora mismo no me puedo permitir», trataría de excusarse la pereza.

La Historia nos enseña que el feudalismo vivía bajo el teocentrismo y de ahí se evolucionó al antropocentrismo. Sin embargo, la norma social que rige el común de las relaciones sociales y que explica el devenir del ser humano en su paso por la Tierra es el egocentrismo, abocándonos a una cultura del yo que no duda en ser cruel con todo lo que amenace los intereses y vicios de la persona. Por eso, en una situación como la actual, resulta revolucionario afirmar y defender que hay que proteger la vida de su concepción. Si median problemas económicos, sociales o materiales para llevar a cabo fructíferamente ese embarazo, es el Estado quien debe actuar como garante apoyando a quienes se vean en situaciones más apretadas. Sin embargo también estamos en la Cuarta Revolución Industrial, se quieren soluciones o respuestas inmediatas a las disyuntivas que se presentan, y se tarda menos en abortar que en criar a un hijo, por no hablar de los esfuerzos humanos que van de la mano de la crianza del menor hasta que se emancipe. No hablaremos aquí de los rendimientos económicos que se extraen de la práctica abortiva, ya que el lucro es exorbitado.

Como conclusión podría sugerir que, dado el panorama que presenta esta tragedia, lo más cómodo sería centrarnos en contemplar cómo se termina de inmolar Casado ante sus infructíferos y celosos ataques a Ayuso. Sin embargo, haciendo esto preconizaría la pereza y no sería fiel a la denuncia de los males espirituales que anteriormente exponía. Por ello, lejos de rendirnos, no dejemos de tener claro que en la lucha contra el aborto no podemos bajar los brazos. Seamos diligentes, perseverantes, caritativos, pacientes y humildes para hacer que llegue el día en el que la Humanidad contemple horrorizada nuevamente cómo se permitió semejante barbarie. Y que sepan que aunque fuésemos una minoría creativa, dimos la batalla por los no nacidos.

Ricardo Martín de Almagro
Economista y escritor. Tras graduarse en Derecho y Administración de Empresas, se especializó en mercados, finanzas internacionales y el sector bancario. Compagina su actividad profesional con el mundo de la literatura. Actualmente se dedica al análisis y asesoramiento de riesgos económicos y financieros.