Como quien regresa de un pasado remoto, le conté a una de mis hijas que hubo un tiempo sin plataformas, y que, cuando seguíamos una serie, entre capítulo y capítulo pasaba una semana. Me miró con incredulidad y me descerrajó esta pregunta. «Sería en los años ochenta, ¿no?». Cuando algo le suena lejanísimo, menta los años ochenta. Y creo que piensa en 1880.
No fue del XIX, sino de finales del XX, aquella serie de éxito que se llamaba V. El lector decimonónico la recordará. Unos extraterrestres con apariencia humana (los «visitantes») llegan a la Tierra. Ofrecen su tecnología avanzada a cambio de algunas materias primas. Buena gente, en principio. Pero todo es mentira. Resultan ser unos reptiloides asquerosos que se alimentan de roedores (inolvidable aquella imagen de Diana jalándose una rata), que nos querían dejar sin agua y que, ya de paso, pretendían hacer de la Humanidad el primer plato de todos sus festines.
Por suerte, surgió la Resistencia. Un periodista (Donovan), una bióloga (Julie) y un centón de valientes que, entre traidores (humanos que no querían conocer la verdad) y colaboradores imprevistos (visitantes con otra visión del asunto), se jugaban la piel y les daban cera a los lagartos aquellos. Cuántos niños nos entusiasmamos entonces con aquella resistencia.
Conste que no es nostalgia, sino un cierto regodeo en el bajo nivel de algunas cosas que nos pasan ahora. Se ve que, al cocer, todo mengua. Incluso algunas expresiones parecen haber perdido peso. Ahora La Resistencia no es más que uno de esos programas de la tele que Les Luthiers resumieron así: «El que piensa pierde». Pero a la gente le gusta, y quizá en eso Broncano se parezca a Diana. Pero hay más. Al presidente del desgobierno le escribieron un libro biográfico y lo titularon —vaya por Dios— Manual de resistencia. Ay, si Donovan le levantara la cabeza.
García-Máiquez acaba de escribir que quienes en Francia han convertido el aborto en un derecho «apuntan muy directamente contra quienes se nieguen a satisfacerlo o incluso contra quienes se resistan a aplaudirlo». El autor, pródigo en el juego de palabras, titula su artículo Vienen derechos. Y tal parece: vienen a por todo aquel que se resista, a por el que no participe con entusiasmo en esta lúgubre fiesta de «creación de derechos» (cuando oiga esta expresión, tema lo peor).
Urge, pues, recobrar un sensato sentido de resistencia. Sin estridencias ni voces histéricas. Ossorio, aquel gran jurista, lo dijo bien: «Hay que ser refractario al alboroto». Eso es: que grite el que no tenga nada que decir. Mientras algunos (no todos son iguales) se despellejan en el Congreso, nosotros argumentemos en el espacio amable de nuestra pequeña escala. Ladran, luego cabalgamos. Mantengamos nuestra posición. Rechacemos, por ejemplo, esa infracultura de la muerte. En Francia, 780 representantes del pueblo votaron a favor del aborto como «libertad garantizada». Sólo 72 votaron en contra y no aplaudieron. Me refiero a esa otra resistencia. Sólo esa expulsará finalmente a los lagartos.