Cuando el necio es genuino, tiende a esquivar la fatiga del pensamiento con la siguiente expresión aprendida: «Ése es un debate superado». Lo dijo Blas, punto redondo. Se acabó: si la cuestión está «superada», ya no habrá discusión posible y todo quedará, ipso facto, en calma. Será inútil la búsqueda de un tiempo y de un espacio para los argumentos. Y como, por definición, el necio es «vitalicio y sin poros» —como el tonto que describió Ortega—, se limitará a repetir que el tema no da para más y que la solución actual es ya «razonable». (Al necio pata negra le chifla el adjetivo «razonable», porque es mullido y también le exime de la laboriosa tarea de pensar).
A este necio fetén del que hablo nada le interesa menos que la Historia, y por eso desconoce que durante siglos hubo convicciones supuestamente inamovibles que, por fortuna, la civilización ha terminado derrumbando. Sucedió en el terreno científico (por ejemplo: la Tierra no es plana, a pesar de lo que durante mucho tiempo se consideró «razonable»), y también en el vasto campo de las relaciones humanas (por ejemplo: la esclavitud es monstruosa, por más que, durante generaciones, algunos pensaran que su debate estaba «superado»). Pero esos largos plazos históricos no afectan al tonto contemporáneo. Él vive en su estrecho aquí y ahora, y es él quien decreta cuándo y cómo los debates han concluido. Es necio, pero manda un huevo.
Trata de hacerlo ahora con el tema del aborto. Leo las declaraciones de un político (no importa quién sea, porque ya casi todos dicen lo mismo): «Una regulación a través de los plazos de la interrupción voluntaria del embarazo es perfectamente compatible con la defensa de la vida y con la defensa de la maternidad». Pues, mire, no. Esa afirmación, por muy «razonable» que se presente, es una contradicción y un disparate. Y es el tipo de afirmación que, si queremos vivir en una sociedad más justa, debemos «superar».
Acudo al preámbulo de la ley Aído (Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo) buscando qué justificación se dio allí del plazo de 14 semanas durante el que el aborto es libre. Se afirma que «el legislador ha considerado razonable [de nuevo el adjetivo mágico], de acuerdo con las indicaciones de las personas expertas y el análisis del derecho comparado, dejar un plazo de 14 semanas en el que se garantiza a las mujeres la posibilidad de tomar una decisión libre e informada sobre la interrupción del embarazo, sin interferencia de terceros».
Si no estuvieran en juego vidas humanas, podría pensarse que estamos tratando un asunto lúdico, propio de trileros consumados. Resulta que la justificación de una ley de plazos son los «expertos» y el «derecho comparado». Pero ni una cosa ni otra se sostienen. La mención de los «expertos» (¿quiénes y cuántos son, y dónde se esconden cuando se les busca?) recuerda los peores tiempos de la pandemia, en los que la invocación de esos fantasmales «expertos» (espectros, más bien) rebasó los límites del ridículo. En cuanto al derecho comparado, que en pocos o muchos países se cometan tropelías no convierte en bueno lo que es malo. Hasta el mimetismo tiene un límite.
Claro está que aquí no pretendo exponer una opinión cumplida sobre la forma de proteger la vida del nasciturus o sobre los mil modos de honrar y promocionar la maternidad. Parafraseando a Yeats: no busco llenar un vaso, sino encender un fuego. El fuego de un sano y razonado inconformismo. Porque la defensa de la vida no es un «debate superado». De hecho, no es «un debate», sino «el debate» que más no atañe. En un aborto hay dos víctimas y somos todos los que fracasamos.
En ese debate abierto, aún tenemos voz para denunciar que la vida de un inocente no puede someterse a plazos. Esa es la más siniestra de las arbitrariedades, un ardid pensado para leguleyos sin corazón. Y también nos queda el voto, para que, cuando los necios de turno pretendan serenar todas las aguas, les mostremos las que jamás se calman. Porque vienen teñidas de sangre.