Hay ideas que se memetizan, en un doble sentido. El primero tiene que ver con el término «meme», introducido por Richard Dawkins en 1976, aludiendo a que ciertas propuestas, como los genes, se replican, mutan, evolucionan, un enfoque que han hecho suyo las redes sociales para calificar a las chorradas que se viralizan. El segundo sentido se refiere a «memez», que es, dice el DRAE, la cualidad de lo «memo», esto es, de lo «tonto, simple, mentecato».
Hay ideas memetizadas —virales y mentecatas— para todos los gustos; entre las más molestas está la afirmación de que «el amor romántico» y la fidelidad son constructos culturales, y por lo tanto «biológicamente inviables», de modo que sólo se mantienen en pie merced a la hipocresía o por el juego sucio de lo convencional, sea hollywoodiense o judeocristiano. El lector que quiera comprobar lo extendido que está el planteamiento haga el favor de googlear «infidelidad+biología»; se encontrará decenas de artículos que lo proclaman. De manera sencilla, se ve que quienes, como el escritor Luisgé Martín (el último a quien le leí enarbolar la tontería), se hacen eco de ella, lo hacen informándose por las redacciones en las que saben expurgar pamplinas entre papers. La tontería, en todo caso, merece ser tomada en serio, porque se ha hecho fuerte en la «cultura popular», especialmente entre quienes fían a internet toda su sabiduría.
Para empezar, es mentira que seamos biológicamente infieles. El humano es el ser más social que existe, y en ese intenso entramado social que somos ocupa un lugar preferencial la confianza. Resulta, además, que, junto a los pájaros y otras pocas criaturas, somos extraordinariamente frágiles al nacer, lo cual eleva exponencialmente la importancia de la cría. Nuestras crías, incapaces de sobrevivir por sí solas durante los primeros años de vida, necesitan parejas estables —familias—, y tan es así que la hembra humana es casi la única que no manifiesta exteriormente sus periodos fértiles, un ardid evolutivo que impulsa al macho a rondar por allí y no despistarse, para saber que los que cuida son sus genes. El tema tiene su enjundia, pero por resumir: la inversión vital y sentimental que la paternidad humana exige no tiene parangón en la naturaleza; si hay un ser vivo que necesite de la fidelidad, ese es el ser humano.
No es sólo que la fidelidad, como la infidelidad (faltaría más: el placer y el afán reproductor hacen de las suyas), forme parte nuestra sociobiología. Ocurre además que nuestra especie, desde al menos diez mil años, ha hecho de la cultura su destino, es decir, ha elegido su camino creando un sinfín de artificios. Llamamos precisamente antroposfera a este planeta porque lo hemos moldeado según nuestras intenciones y voluntades. Elegimos ser como somos, y nuestra biología es sólo una matriz de opciones para nuestras invenciones. Por ejemplo, las que Luisgé emplea como novelista. ¿Sabrá el autor que nuestro cerebro no viene dispuesto «de fábrica» para la lectura, que leemos merced a su extraordinaria capacidad para establecer nuevos nexos entre estructuras y circuitos consagrados a otros procesos más básicos y longevos, como son la visión y el habla? Que ironía, que quien vive gracias a la cultura se escude en la biología, que es, en fin, un concepto muy amplio y complejo; quienes aluden simplonamente a ella sólo se procuran pretextos.
El subtexto de esa infidelidad imposible es, una vez más, ese amor que algunos dicen que tiene vida propia, un constructo —este sí— que siembran los ilustrados y brota con virulencia entre los románticos. En la Encyclopédie, entrada «Amour des sexes», puede leerse: «Y puesto que uno jamás es libre para amar o dejar de amar, el amante no tiene ningún derecho a quejarse de la infidelidad de su amada, ni ella de la inconsistencia de él». Este determinismo chusco es la coartada predilecta de los infieles. Es curioso como en la era de la libertad brotan como champiñones quienes niegan —para lo que les conviene— el libre albedrío; esta gente suele autodenominarse «ilustrada», pero yo creo que son sólo «cobardes». Adolph von Knigge, que sin dejar de ser ilustrado tenía muy calados a los creadores de la Encyclopédie, escribe en su clásico De cómo tratar con las personas: «En tanto que con la infidelidad no se ofenda la ternura y el respeto, los cuerpos, según la opinión de los franceses, significan muy poco cuando se sabe, y cuando no se sabe, no significan nada». En el colmo de la incongruencia, el cuerpo no importa para los adalides de la biología, que son, oh milagro, almas puras.
De modo que quienes, como Luisgé, andan por ahí dándose aires de modernidad con estas revelaciones suyas (breaking news), han de saber que sus posturas son más viejas que el hilo negro. Lucien de Foyer, que llegó a diputado, escribía a principios del siglo xx en la Revue de morale sociale: «El matrimonio ha de ser como una república; la palabra «fidelidad» debe desaparecer del código legal». Desde hace un par de siglos, la fidelidad ha tenido sobre todo detractores bajo la consigna de «abolir la tiranía de un solo amor», y quienes tan torpemente aluden a la biología son la infantería de ese ejército. Lo honesto, naturalmente, sería afirmar lo que uno prefiere o le gusta, o callar siquiera una vez sobre lo que se ignora, pero no veremos ahí a estos «intelectuales», porque mola mucho más marcar las opciones propias como superiores envolviéndolas en falsos dictámenes de la ciencia.
El desprecio de la fidelidad como valor caduco no es sólo una posición infundada respecto a la naturaleza humana; también es una muestra notable de desconocimiento histórico. Hace mucho que la exigencia de fidelidad dejó de verse como «una caduca exigencia burguesa». Todas las sobreactuaciones contemporáneas contra la fidelidad de esta cuerda se han perdido, por lo visto, lo ocurrido tras más de medio siglo desde la revolución sexual y sentimental de los sesenta. Quienes se dicen «infielmente rebeldes» se parecen a los políticos que en 2022 se autodenominan «antifranquistas»: campeones de la libertad de boquilla que abofetean a muertos por falta de arrestos y capacidad para solventar los males presentes.
El «amor libre» como summum de la feliz libertad se ha demostrado una y otra vez impostura. Fue sólo y siempre «sexo libre», como Groucho Marx detectó en su tiempo. Una potencial fuente de heridas, aunque, por supuesto, también sea una vía abierta a parejas muy especiales que no se ajustan al mayoritario protocolo biológico y cultural de la confianza, el respeto y la autoestima. En cualquier caso, ni siquiera las «relaciones abiertas» son inmunes al potencial devastador del engaño, porque en el amor, como en todo juego, o hay reglas o hay absurdo y todo es bagatela. Siempre hay un peligro de transgresión, líneas rojas, pero no porque aún ardan ascuas judeocristianas, sino porque son esas líneas las que crean la relevancia. Es muy divertido conversar con estas parejas que afean la sucia y convencional fidelidad, proclamando la superioridad de su libertad irrestricta: más pronto que tarde exponen sus peculiares normas y las que para ellos constituyen intolerables infidelidades («nada de enamorarse de otro», por ejemplo; ¿son o no son adorables?).
Quien más, quien menos, todos necesitamos confiar en alguien, y lo que espera tras la completa desvinculación de las «cero ataduras» no son la libertad y la independencia, sino la soledad y la insignificancia. A cualquiera que haya vivido lo suficiente le consta que la Fortuna es muy perra, que no siempre somos simpáticos ni divertidos, y que nuestro destino ineluctable es el declive, la enfermedad y el percance nuestra circunstancia. Todo eso pide a gritos ser superlativamente especiales para alguien. Ser fiel es hoy reivindicar que la vida importa y es significativa; un componente de la importancia del amor, y no un prescindible añadido moralista. El adulterio quiebra irremediablemente ese principio; como escribe Vladimir Jankélévitch en La aventura, el aburrimiento, lo serio, «la fidelidad tiene algo de desesperada […] protesta contra la irreversibilidad, contra el tiempo implacable, contra el desgaste».
Personalmente puedo decir, como Shakespeare hace que diga Troilo, que «la fidelidad es mi vicio, mi defecto». En realidad, soy como casi todos: la fidelidad, en nuestro mundo libre, no es una exigencia impuesta, sino una decisión compartida. Por otra parte —y esta es otra torpeza de estos antifidelistas, tan ultrasexuados como simplistas—, la fidelidad no es un compromiso principalmente genital, sino atencional. Es decir, que servidor es fiel sobre todo por sus limitaciones, por saberse incapaz de dar a más de una mujer lo que una mujer merece, la complicidad, las conversaciones, el apoyo vital y sentimental, el regalo de la verdad, mi hombro, mi pecho, mi admiración, mi estima y, si es que quiere, una familia, la pasión, precisamente las atenciones. Ni soy capaz de dar eso a más de una ni creo que esa una merezca un gramo menos que eso, y es por eso por lo que soy fiel: por torpeza consciente.
Nadie debe inmiscuirse en las reglas que una pareja se dé para fructificar sus amores. Y debe existir gente menos limitada que yo que es capaz de ofrecer el pack completo del amor a más de una persona, gente capaz de multiplicar ese arduo empeño sin incurrir en severos despistes. Pero elevar ese hecho, que siempre será antropológicamente minoritario en el mundo civilizado, a una superioridad moral, es ridículo. La infidelidad, por lo demás, nunca ha sido un respiro benigno, mucho menos, como ahora se escucha, «un modo de salvar el matrimonio», sino autoindulgencia y mentiras; pero no, mire usted, por causa de la policía moral, sino porque suele ir acompañada de falta de agallas.
Nada de lo que cuentan los antifidelistas resulta novedoso; lo que sí es rabiosamente contemporáneo es el intento sincero de construir un amor para siempre sobre una base igualitaria, que ha de ser fiel en casi todos los casos. No hay, por cierto, nada más feminista; obvio es recordar quién ha llevado la peor parte a lo largo de los siglos en esto de las infidelidades. El quid de la cuestión, hoy, no está en la rebelión contra los moralistas, sino en el gobierno del carácter. El deseo, intensamente biológico y sacrosanto para estos rousseaunianos de pacotilla, tanto puede elevarnos como destruirnos; quien lo dude tiene la literatura universal para constatarlo, por ejemplo, a Emma Bovary y Ana Karenina. Como escribe Wendell Berry (The Art of Commonplace), «lo que ofrece el matrimonio —y lo que la fidelidad pretende proteger— es la posibilidad de que haya momentos en los que lo que hemos elegido y lo que deseamos sean lo mismo».