Escribe Jaume Vives en su columna de hoy sobre el constitucionalismo y la animadversión que le genera: «Nunca me ha gustado que me llamen constitucionalista, y por eso hoy no celebro nada más allá del santo de mi primo, que se llama Nicolás». Sentencia: «Por católico y por español no puedo aplaudir esta constitución». Jaume es barcelonés y, seguramente, habrán sido infinitas las ocasiones en las que se le ha etiquetado así por no ser llamado, qué sé yo, «partidario de la unidad de España» o, simplemente, «patriota». No es mi caso. En el resto de nuestro país a uno no le tildan de esa manera. Aunque siempre he pensado que no habría recibido el calificativo con agrado.

Desde hace años he entendido —cada vez más— la defensa y reivindicación general de nuestra Carta Magna —término cursi donde los haya—poco menos que como animar a un equipo de fútbol y justificarlo por la perfecta redacción de los estatutos del club. Un sinsetido carente de esencia espiritual y capacidad de convicción. Ni hablar de seducción. Como si ese equipo, esa afición, no fuese mucho más que un documento. Como si España no fuese en lo histórico, lo místico, lo artístico, lo moral, lo sentimental y lo institucional infinitamente más que su última constitución.

No se trata de demonizar de manera gratuita el pacto del 78 y el régimen que acabó engendrando. Se trata de valorar sus consecuencias por encima de las voluntades que lo propiciaron. La voluntad por sí sola no tiene valor político y moral. Son los actos los que diferencian a los hombres. Nunca le he visto el sentido a mitificar aquel acuerdo como se ha hecho durante décadas. La santificación del consenso esconde peligros fácilmente visibles a lo largo del último siglo. La Constitución fue la plasmación en papel de aquella voluntad de «ceder todos para caber todos» que, una vez refrendada, sirvió para que algunos (los que hoy apoyan al gobierno) dejaran para siempre de disimular y abandonasen sus cesiones puntuales. Para ellos fue un acuerdo de mínimos.

Aquel consenso y la misma constitución fueron hijos de un tiempo, con la innegable influencia del Mayo del 68 y la política global de los 70, y un espacio, y no la consecuencia de una historia compartida, de unos lazos comunes. Tampoco, el compendio de los principios morales heredados que forjan la nación. Siquiera la realidad de pueblos diversos cuyos habitantes han querido vivir unidos. Fue otra cosa. Lo del 78, con el texto como piedra angular, fue un monumento el relativismo. Un armazón vacío a la espera, como se dijo, de ser completado por los estatutos de autonomía. Unas estructuras institucionales, la mayoría sin sentido histórico, diseñadas para contentar a quienes nunca iban a ser contentados. Nuestra Carta Magna es en la práctica un libro de instrucciones en buena parte ajeno a la realidad histórica de España.

Ante a una norma de espaldas a lo real, el nacionalismo ha aprovechado los enormes huecos que deja el olvido de los principios morales y las costumbres comunes para ofrecer primero, e imponer después, una cosmovisión. Un sentido de la vida. El nacionalismo propone algo por lo que merece la pena vivir e incluso morir. Algo más grande que aquéllos que lo abrazan. Una promesa falsa e inalcanzable de libertad y felicidad. De amar y ser amado. Y, ante todo, un enemigo común. Un chivo expiatorio. Sus respuestas para todo, que a veces sólo encuentran por oposición artículos de una ley, influyen en tal medida allá donde calan, que esas regiones son aquéllas en las que la fe católica es profesada por un porcentaje menor de sus ciudadanos. El nacionalismo es un credo. Una fe sustitutiva de aquélla radicalmente necesaria en el devenir histórico de España.

No existe pasaje de la historia ni lugar del mundo en el que el poder aglutinador del odio haya sido contrarrestado por la reivindicación de una norma. Ni la más justa y virtuosa de todas. Se trata de enfrentarlo a través del amor. El amor por lo heredado, por lo compartido. ¡Y por el diferente! Es difícil amar un documento. Y sencillo, por natural, por cercanía, querer a la familia, a la tierra de nuestros padres y ser partícipe de las tradiciones que en ella se guardan.

España no es su constitución. Ni ésta ni las seis anteriores. La reducción de una nación, que por sí sola explica en buena parte la humanidad, a un documento transitorio es un error que justifica casi todos los males ya endémicos que hoy compartimos, tras décadas transitando el atajo de travestir la cobardía de sentimentalismo burocrático. No es la Constitución del 78, sino precisamente aquello que ignora, lo que evita el triunfo total del odio.