Existen muchas clases de textos. Tenemos por ejemplo el cartel que anuncia la llegada del circo a nuestra ciudad, el libro del mes en el Club de lectura, el contrato firmado ante notario y tenemos la Sagrada Escritura. Algunos textos nos transforman y pueden llegar a configurar nuestra vida, otros son meros recordatorios que no tienen más fuerza que la del hoy, otros dejan buen recuerdo en nuestra memoria, y algunos hasta pueden ayudarnos a comprar una casa con garantías.

Un buen libro tiene vida propia, hasta el punto de convertirse en el protagonista de cualquier club de lectura. Una buena lectura tiene algo que decirnos a cada uno de nosotros. La tinta de sus páginas es como nuestra sangre, nos mantiene despiertos y vigilantes.

Por eso los hombres, del mismo modo que se reúnen en torno al fuego, también lo hacen en torno a un buen libro. Todo el mérito del fuego pertenece al Creador. En los libros una pequeñísima parte nos corresponde a nosotros.

No iba a ser menos la Sagrada Escritura, que no sólo tiene espíritu, sino que está inspirada por Él. Por ello, tantos millones de personas se reúnen a leer, meditar y rezar con ese texto.

En resumen, todo esto era para decir que a mí no me gusta configurar mi vida ni reunirme en torno a textos sin espíritu, sin alma y sin nada. Mucho menos en torno a textos contrarios al espíritu. Por eso nunca me ha gustado que me llamen constitucionalista, y por eso hoy no celebro nada más allá del santo de mi primo, que se llama Nicolás.

Sé que estas palabras a muchos les sonarán a chino —sigo practicando el lenguaje inclusivo no racializado— pero la Constitución ha sido la puerta de entrada de los grandes fracasos que hemos conseguido como país: aborto, eutanasia, divorcio, intervención de la educación…

Lo advirtió don Marcelo en el 78 y el tiempo le ha dado la razón a él y a los siete obispos que se adhirieron al texto que publicó. Por católico y por español tampoco yo puedo aplaudir esta constitución. Aconsejo al lector que dedique cinco minutos a leer la carta que publicó el cardenal Marcelo González Martín en 1978 (1918-2004)

Pero dejando estas disputas por un momento, y aunque sólo sea por estrategia, deberíamos abandonar la legitimación de España en base a la Constitución. España es mucho mejor y tiene mucha más historia que la Constitución del 78.

Su razón de ser es eternamente más profunda que lo que se deduce de ese texto y su papel en la historia ha sido tan importante que no hay árboles suficientes en el mundo que puedan dar a luz los libros necesarios para explicarlo por escrito.

Que el principal argumento «patriota» sea la Constitución y continuamente hagamos referencia a ella es como si los católicos nos apuntáramos a un curso de relajación mental pudiendo reunirnos en torno a Cristo Vivo, o como si un gallego viajara hasta las Highlands escocesas, cuando asomándose a la ventana de su casa tiene un paisaje de ensueño.

Si algunos quieren defenderla por estrategia —desde mi punto de vista, condenada al fracaso—, allá ellos, pero que no cuenten conmigo. Además, tampoco me gusta defender por estrategia lo que no puedo defender por principio.

Con los amigos no me reúno junto a textos sin espíritu. Y mucho menos fundamento mi amistad en torno a ellos. Tampoco esa Constitución, que hoy tantos celebran, es lo que me une al resto de españoles.