Hace unos días leía la fantástica y distendida entrevista que Julio Llorente hacía a Ana Iris Simón. Entre otras cosas, la escritora contaba que se considera una persona absolutamente normal y que era precisamente ese amor por la normalidad lo que la había llevado a escribir su exitoso libro Feria de una manera tan cercana. «Yo escribo para que me entiendan mi padre y mi abuelo», afirmaba con espontaneidad. A mí, que me gustaría parecerme un poco a la autora manchega, no me ha quedado más remedio que escribir estas líneas con ese mismo objetivo. Y aún consciente de que mi escritura está todavía en pañales, no quisiera dejar de contar algo que interese a mi padre, que le haga pasar un buen rato y le acerque un poco a la mirada que su hija, en parte gracias a él, tiene sobre la realidad.
Mi vida ha estado siempre vinculada, de alguna manera, a la agricultura. Mi abuelo, mi padre y mi hermano mayor no sólo comparten nombre y apellido, también pasión y profesión. Quizá no esté bonito presumir de lo propio pero los José Cabrera son unos ingenieros agrónomos excepcionales. Gracias a su excelencia y a su entusiasmo por el campo, en casa todos, incluso quienes no nos dedicamos al campo y sí a las finanzas, sabemos sobre aceite, almendras y legumbres como si nos pasáramos el día leyendo sobre ello. Cuando de pequeños viajábamos en coche mi padre nos examinaba sobre los tipos de cultivos que adornaban el paisaje a un lado y a otro de la carretera y, a pesar de intentarlo, ninguno en la familia ha conseguido zafarse de la pena —¡o de la suerte!— de tomar al menos una vez en la vida una o varias cucharadas de aceite a palo seco para degustar entre muecas y risas las diferencias entre un aceite filtrado y otro sin filtrar.
Con estos antecedentes, podrá el lector imaginarse la grata sorpresa que me llevé cuando me topé con una reflexión de Fabrice Hadjadj en la que el francés explicaba que la agricultura es un oficio que desvela como ningún otro ciertas verdades escondidas en la realidad, verdades cuyo descubrimiento y memoria pueden hacer de la vida una aventura más bella y auténtica.
Lo primero que recordaba Hadjadj es que la palabra cultura procede del término latino colere, que significa «cuidar», «honrar», «habitar». En este sentido, cualquier actividad humana que cuide de la realidad sin violentarla, haciendo que ésta manifieste lo que le es propio podría considerarse cultura. Ésa es precisamente la dinámica de la agricultura. El hombre de campo no es, o no debería ser, un tirano que se abalanza sobre la tierra para sacar de ella un rendimiento exorbitado. De hecho, aunque pretendiese serlo, la misma naturaleza refrenaría sus bajos impulsos pues el cultivo exige del agricultor una actitud obediente y confiada. El agricultor no otorga un fin determinado a la semilla, sencillamente la acompaña hasta que esta puede dar a luz el fin, el fruto, que ya estaba contenido en ella.
Además, el trabajo agrícola mantiene al hombre en una actitud de asombro, ¡y también de plegaría!, ante la dimensión de dependencia y necesidad de los cultivos. Mientras que los business planners se rompen la cabeza tratando de calcular al milímetro cualquier riesgo o controlar la más mínima pérdida, los agricultores saben que el suyo es un oficio arriesgado. Dependen de las lluvias, de las heladas y de los días de sol y saben que por muchas nuevas formas que el hombre invente para paliar las épocas de sequía la tierra siempre estará con los ojos puestos en el cielo. Su oficio encuentra el equilibrio entre los deseos de mejorar la técnica y la confianza en que la lluvia llegará a su tiempo y el sol secará los campos para poder recoger trigo abundante.
Pero la agricultura no sólo regala la capacidad de reconocer la trascendencia de lo creado, sino que también puede ser una vía para que el agricultor se acerque personalmente al Creador. Mi padre, que se arrodilla en una iglesia, que pide la intercesión de San Isidro para que haya una buena cosecha o que celebra las témporas de acción de gracias, está cultivando, además de la tierra física sobre la que trabaja, también la tierra de su propia creación. Con el abono de la plegaria abre los portones de su corazón a un Buen Agricultor que, sigilosamente, ara su interior y lo siembra de abundantes semillas, cuida y alienta la Vida escondida en ellas y espera pacientemente hasta regocijarse con la llegada de la primavera.
¡Qué maravilla el oficio del hortelano, que nos enseña a habitar la tierra y a vivir conscientes de su belleza y de la nuestra! Reconozcamos pues, de nuevo, el valor del trabajo en el campo. Tratemos con la misma admiración —qué digo, con mucha más admiración— al que cultiva la tierra que al que amasa una fortuna llenando los hogares de luz de dispositivos que acaban por apagar la luz del hogar. Abandonemos los anglicismos, que es una manía hortera que nos distancia de nuestros mayores y nos hace olvidar nuestras raíces, y volvamos a las referencias a la vid, al trigo y al grano de mostaza. Seamos conscientes, en definitiva, de que la vida manifiesta su plenitud en aquellas realidades que no la sofocan y de que la agricultura es una gran aliada en esta tarea.