Hace unos días leía un artículo de Chesterton sobre la familia en el que el escritor inglés hacia una peculiar defensa de esta preciosa institución. “La defensa más común de la familia —decía— es que, en medio de las tensiones y cambios de la vida, resulta un sitio pacífico, cómodo y unido. Pero es posible otra defensa de la familia, y a mí me parece evidente; consiste en decir que la familia no es ni pacífica, ni cómoda, ni unida”. No sé si al lector, pero a mí esta afirmación me dejó perpleja. A ver, señor Chesterton —pensé— explíquese usted bien. No me diga que el bien de la familia es precisamente que no se encuentra uno bien en ella. Sin embargo, lo que su ingeniosa cabeza pensaba y su ágil pluma escribía distaba mucho de la interpretación torpe que en ese momento hacía yo de sus letras.

Si el británico asomase la cabeza a este mundo globalizado, seguramente se escandalizaría de lo locos que nos hemos vuelto. Como él mismo apuntó en cierta ocasión: “Loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo, todo, menos la razón”. Y es que si miramos a nuestro alrededor nos damos cuenta de que vivimos en una época en la que nos hemos convencido de que es más liberador vivir rodeado de personas escrupulosamente elegidas para satisfacer nuestros anhelos intelectuales, físicos y emocionales que tratar de descubrir el camino para hacer lo propio desde la familia, los vecinos o el barrio que nos han sido dados por la providencia.

En ocasiones se nos llena la boca hablando de las bondades de la globalización. “Fíjate —decimos— qué bueno es este mundo globalizado en el que uno no tiene que permanecer en la estrechez de su casa ni de los suyos (¡incómodos paletos!) más tiempo del necesario. No, no. Un ciudadano global tiene abierta la vía de la emancipación. Conócete a ti mismo, lo que te llena, lo que te apetece. Y busca en este vasto mundo quien pueda satisfacerlo. Así serás más tú. Serás más libre. Podrás desarrollarte sin cortapisas”.  Nuestra desrazonada razón, aliada de un corazón tiranizado, nos engaña. Nos hace creer que uno es tanto más feliz cuanto más alejado esté de lo incómodo, cuánto más se rodee de circunstancias fáciles, de compañías que no requieren esfuerzo, de situaciones escogidas a la medida de los propios gustos. Y no seré yo quien niegue el descanso de pasar tiempo con tales compañías. Una copa, un buen amigo y mucho tiempo por delante es una magnífica receta para descargar la mente de preocupaciones. El problema, según Chesterton, y yo coincido con él, reside en lo ridículo de idolatrar esta expresión de la pequeñez humana: “No digo —apunta Chesterton— que la huida a esta vida más limitada no sea lo correcto para el individuo, como tampoco lo digo de la huida a un monasterio. Pero sí que es malo y artificioso todo lo que tienda a hacer a estas personas a sucumbir a la extraña ilusión de que están entrando en un mundo que es más grande y variado que el suyo propio”.

Chesterton explica que el hombre moderno quiere dejar a toda prisa su calle, su barrio, sus costumbres, no porque todas estas cosas sean tediosas sino porque, en realidad, son demasiado excitantes. Los hombres huyen de lo ordinario porque es precisamente lo que tiene la maravillosa capacidad de introducirlos en el mundo de lo inesperado, de lo no elegido, de lo que se escapa al control del que sueña con controlarlo todo. Pero son precisamente los que huyen de la apretada vida familiar aquellos que se introducen en un mundo más pequeño. Lo auténticamente humano es aventurarnos a vivir cada nuevo día con asombro, sin necesidad de sobre estimularnos, sin miedo a aburrirnos, sin querer escapar de la bendita —y a veces incómoda— anarquía familiar. Las sectas, en las que todos piensan igual, sólo son atractivas para los que viven en ellas. Sin embargo, la felicidad más reconocible, aunque en ocasiones la despreciemos, huele al cocido de la abuela compartido con el pesado del tío Luis, la bulliciosa prima Julia o el cascarrabias de mi hermano Pepe.

Es justo eso que Dios ha elegido por nosotros aquello que nos recuerda que, en realidad, nuestro mismo existir es un don lleno de sorpresas. Y que, además, es un don que exige un sacrificio ingenioso de nosotros mismos para aprender a convivir con el resto. Y hacen falta agallas para aceptar esta verdad tan sencilla.