Asisto como oyente a una mesa redonda. El título («retos» de algo o «perspectivas» de no sé qué) promete que nadie va a decir nada con sustancia. La promesa se confirma a los pocos minutos. De la generalidad se pasa al lugar común, del tópico a la vaguedad y de ésta a la previsión alegre del futuro. Porque, felicidad obliga, todos los presagios han de ser optimistas. No hace falta que den razones. Llevados por una visión mirífica, los ponentes ven «la luz al final del túnel». Todos utilizan la misma expresión, tan manida. La falta de pensamiento propio alcanza siempre a las palabras.
Como escuchar no tiene ya mucho interés, me aplico a la observación. Y percibo entonces un panorama desolador de indiferencia. La desatención ha cundido en el respetable (poco respetado, es verdad, por la cháchara vacía de los ponentes). Sin disimulo, la mitad del público ha sacado su teléfono móvil. Estamos en la «sociedad del rendimiento» y no hay tiempo que perder. Es el momento de refrescar el correo electrónico y de contestar whatsapps que nos han enviado hace cuarenta segundos. También vendrá bien un vistazo a la prensa. El scroll nos libera del tedio. Y todo eso, además —y esto es el punto clave del engaño—, con la sensación de que estamos presentes en dos sitios al mismo tiempo. On line y off line a la vez. Por fin el ansiado don de la ubicuidad. La tecnología rebasando los límites de lo humano. El transhumanismo se va de conferencia.
La (supuesta) superación de nuestros límites me la encuentro también al día siguiente, en una videoconferencia de trabajo. Desde el primer momento me sorprende uno de los participantes, al que no conozco. Se mueve sin parar. Es una inquietud algo cómica, ampliada porque, además de los consabidos auriculares, este hombre tiene otros cascos auxiliares en su cabeza. Como si estuviera a dos cosas a la vez.
Y, en efecto, lo está. O, al menos, pretende estarlo. En mitad de la conversación, nos exige parar: «Stop. Estoy en paralelo en otra reunión». Hace un movimiento rápido y de los auriculares pasa a los cascos. Cambia también de idioma. Está así unos minutos. Los demás nos quedamos como congelados, en pause. Hasta que este tipo poliédrico considera que es el momento de volver a estar con nosotros y de darle otra vez al play. Justifica la reanudación de la siguiente manera: «Seguimos. Me gusta estar en varias cosas en paralelo». El lenguaje se venga sutilmente. Dijo «paralelo». Escuché «para lelo».
El diccionario enseña que el «lelo» es el «simple», el «atontado». Uno podría pensar que esa simpleza proviene de la sencillez, de la escasez y de lo poco. Es un análisis precipitado. La realidad cotidiana demuestra que nuestras complicaciones (tantas veces potenciadas por la tecnología) no redundan necesariamente en mayor conocimiento. Y es evidente, por otro lado, que la sabiduría no tiene nada que ver con el acopio de información (y mucho menos con la aglomeración de datos).
Puede suceder, por ejemplo, que, en el turbión sin fin del trabajo, perdamos la lucidez, y que la tan cacareada «complejidad» (palabro ubicuo) enturbie verdades tan nítidas como la de que, en realidad, estar —lo que se dice estar— sólo podemos estar en un único sitio en un tiempo concreto.
Nos conviene volver a esa nitidez, y pensar que el aquí y el ahora nos salvan de la irrelevancia, del perpetuo agitarse de unos tiempos modernos que recrean la comedia de Chaplin (pero, ay, no nos reímos). No hay, en fin, más vidas paralelas que las de Plutarco. No puedo estar aquí y, «en paralelo», allí. O sorbo o soplo. Quienes tengo delante merecen mi escucha directa y plena. En esta guerra por la atención (la publicidad y el marketing no son otra cosa), debo combatir, pues, el desenfreno de las mil actividades. Como espada me servirá el sosiego. El orden hará de escudo. En mi bandera pondré sólo tres palabras: hic et nunc. Y dejaré el maldito móvil en el bolsillo para así concentrar la mirada.