El otro día hablaba con mi hermana sobre alguno de los personajes de dibujos animados que más me gustaron, gustan y gustarán en mi vida. La lista era larga y, sobre todo, repleta de secundarios, porque yo nunca fui de protagonistas, ni de héroes, ni de los chicos con los que solía quedarse la chica. Al contrario, siempre fui de los accesorios, de los villanos, de los tipos con gafas a los que la chica ve como tierno y con el que nunca sale. Pero eso, claro, es más bien para otro artículo. Aquella conversación surgió a propósito de un encargo que tengo de hacer un listado de películas imprescindibles para la filmoteca de mi sobrina, que está al caer. Uno de esos personajes rememorados fue Gus-Gus ese pequeño ratón gordito, con camiseta amarilla por encima de la panza, compañero de aventuras de Jack en La Cenicienta, búsquenlo si no lo recuerdan. Realmente no sé muy bien cómo empecé a pensar en ello, pero a raíz de ese recuerdo del glotón Gus-Gus, del avispado Jack, de ese gato hijo del demonio de nombre Lucifer y de, por supuesto, La Cenicienta, terminé pensando en cómo toda nuestra infancia queda impregnada en nosotros. En cómo se va creando un sedimento emocional, una educación sentimental, de la que ya les he hablado, que nos permite, muchos años después, al ver películas, leer libros, interpretarlos y darles un sentido tan personal, acorde a nuestra vida, a lo que somos y hemos sido. Y pensando en eso que se queda para siempre me he vuelto a ver Vacaciones en Roma, de William Wyler, que parece que también se queda para siempre porque ya van unas cuantas veces que me la veo, todo sea dicho.
Lo que quería decirles es, en realidad, mucho más sencillo. No sé por qué me complico. Y es cómo a raíz de todo aquello yo me he vuelto a ver esa Vacaciones en Roma, de William Wyler, quizá una de las grandes comedias románticas clásicas de la historia del cine, la misma de siempre y siempre diferente, interpretándola ahora como el negativo —fotográfico– de ese cuento que es La Cenicienta. Quería decirles que se animen a ver Vacaciones en Roma como esa otra cara de la moneda, esa historia de la princesa que no quiere serlo, como la princesa que se descubre feliz cortándose el pelo como le dé la gana, paseando por la Fontana di Trevi sin ser fotografiada, tomándose champán o un zumo de tomate en el Café Rocca, comiéndose un helado en la Piazza de Spagna, en Piazza Navona o delante del Panteón, sin que importe si se mancha el vestido o el pantalón. Vacaciones en Roma es la historia de la princesa Anna (Audrey Hepburn), del periodista Joe Bradley (Gregory Peck) y de Roma, tercera en discordia en ese triángulo amoroso. Vacaciones en Roma es la historia de un amor que no puede ser, porque no todo puede ser en la vida.
Pero Vacaciones en Roma es, también, ese cine en el que cuanto más excavas más tesoros encuentras. Una película en la que hay tantos trasfondos como miradas. Por ejemplo, esa imagen de la inocencia —qué bonita— compartida por la princesa Audrey, Anna, quiero decir, y La Cenicienta, y que tan bien se ve en la escena en la que la princesa, fingiendo ser una chica normal y corriente acude con Joe, que finge ser un tipo de negocios y no un periodista, a una vieja máscara de mármol, conocida como La Boca de la Verdad. Una máscara que te devora la mano si metes tu mano en su interior y mientes. Ella no se atreve a introducirla, pero él sí que la introduce y finge quedar atrapado. Ella se asusta, lucha junto a él para recuperar la mano del mentiroso Gregory que, cuando por fin la retira, muestra un falso muñón ocultando la mano en el puño de la chaqueta. Es ahí cuando ella te enamora —si no lo había hecho ya—. Él también te enamora un poco, ¿por qué no decirlo? Pero ella lo hace por su inocencia y candidez, porque, aunque los dos mienten, la única que no se arriesga es ella. Por ser un retrato encantadoramente ingenuo de alguien que conoce poco la vida, que respeta los mitos, que no se sabe engañada, que escucha las leyendas y cree en ese destino que puede castigarla. Joe no teme a nada, ni tampoco Irving, su fotógrafo, que también anda por allí. Ellos son esa clase de personas curtidas en construir y contar historias. En, probablemente, distorsionar la realidad.
Y yo pienso ahora en cómo Wyler y Peck se dieron buena cuenta de que la verdadera protagonista era Audrey, hasta el punto en el que la típica historia de «chico conduciendo una moto llevando de paquete a la chica» se transforma en la historia de «chico aferrado a la cintura de ella para no caerse de una Vespa». Vespa que, por cierto, Audrey manejaba con una destreza torpe por las calles de Roma que yo sólo recuerdo haber visto a otra mujer en la historia del cine: a Diane Keaton en Annie Hall, siendo las calles, en este caso, las de Nueva York. Y siendo así, ¿cómo no te vas a enamorar de ellas? Wyler y Peck se dieron buena cuenta, sí, de que la protagonista de Vacaciones en Roma era la sonrisa de Audrey Hepburn, como Woody Allen se dio buena cuenta de que la protagonista de su cine —de su vida, quizá— era toda Diane Keaton. Sonrisa de Audrey que, junto con su mirada, es el cine haciéndose delante de ti, un milagro, la felicidad misma filmada. Esta chica es muy buena para el romanticismo. Audrey, querida, ojalá estuvieses y poder tomar café.
Pero, en fin, que todo cuento se acaba y la maldición de las campanadas de medianoche llega para todo. Pero para esta princesa la condena es tener que volver a serlo, regresar a palacio. La anticenicienta, vamos. Cuando el hechizo se deshace y se termina ese recreo de sí misma, ese poder salir a la calle a respirar, a caminar, a enamorarse, a lo que todos hacemos día tras día. Unos más que otros, eso sí. Igual que la calabaza que fue carroza vuelve a ser calabaza a las doce, la carroza que fue Vespa tiene que volver a ser carroza con la medianoche. La princesa Anna tiene que volver a buscar sus descansos en ese descalzarse los tacones discretamente durante las recepciones oficiales y en los calmantes antes de dormir. Es entonces cuando la princesa —y todos— nos enfrentamos al adiós, que suele llegar, a esa maldita escena en el coche. «No sé cómo despedirme, no encuentro palabras», le dice ella. «No son necesarias», responde él. En verdad les digo que a quien eso no le produzca emoción, no le duela por ahí adentro, tendría que consultarlo con su cardiólogo. Han tenido que pasar muchos años en el cine para encontrarnos esa otra gran despedida en un coche que son Los Puentes de Madison. Esa mano en la manilla. Para ponerse a gritar, a temblar, o yo qué sé.
Wyler cierra la película dejándonos solos con Gregory Peck. En ese inmenso salón del palazzo de la embajada donde todo está vacío, él se vuelve hacia el estrado, donde estuvo ella. Ella, la princesa, Anna, Audrey, ya no está. Él no publicará su crónica, su artículo. Él, enamorado, hará otras cosas, quizá publique una novela o saque un podcast, pero nosotros, Wyler gratia, la magia del cine gratia, lo hemos visto todo. La gran exclusiva de Peck, ya no escrita en el periódico para el que trabaja, sino rodada. Hemos visto el gran documental que es Vacaciones en Roma. La historia de una princesa convertida en chica enamorada, el artículo que no saldrá lo hemos disfrutado nosotros en algo menos de dos horas. Y esas algo menos de dos horas nos invitan a vivir, a querer bien, a comer helados, a montar en Vespa, a ser un poco inocentes y a apurar los instantes. Porque, muchas veces, la vida transcurre en algo así como doce horas, las mismas que pasan juntos Gregory y Audrey, Joe y Anna. Quizá un día se la ponga a mi sobrina, pero eso, de nuevo, será otro artículo.