Recuerdo mientras escribo para este relanzamiento de La Iberia una escena de la steampunkiana La liga de los hombres extraordinarios, dirigida por Stephen Norrington, en la que el gran aventurero Allan Quatermain, interpretado por Sean Connery, va a la caza y reclutamiento de un Dr. Jekyll/Mr. Hyde quien, desterrado de su Inglaterra natal aterroriza ahora las calles de París. En esa escena, tras su captura, Quatermain le pregunta al monstruoso Hyde si no añora su querido Londres, le tienta a comportarse bien, a actuar conforme a deber y a unirse a la liga para hacer el bien, con un golpe directo al corazón: «¿Quiere usted volver al hogar?». «¿El hogar?», responde Edward Hyde, «Dicen que el hogar está donde tienes el corazón. He echado de menos Londres todos los días desde entonces. Su tristeza me resulta tan dulce como un excelente vino. Soy todo suyo», claudica, finalmente, el malvado.
Y es que, queridos lectores, ¿quién de nosotros rehusaría volver al hogar? A ese sitio que lo perdona todo, que te cuida y protege, que todo lo puede y todo lo olvida. A ese sitio siempre generoso donde, como bien decía la némesis de Henry Jekyll, tenemos puesto el corazón. Díganme si no, otro sitio igual, que aun pasando el tiempo por él permanece casi inmutable, siempre el mismo y siempre diferente, que diría Ángel González; que aun doliendo la vida misma es remanso de curación. Cuanto más lo pienso más claro tengo que Dios, que pone mimo y Amor en todo lo que crea, puso especial atención cuando pensó el hogar. Pues el hogar tiene algo de continuidad en la discontinuidad, aparece y desaparece, de permanencia en el cambio. Lo que permanece, puede que eso sea el hogar.
Porque el hogar uno se lo encuentra en lugares insospechados. A veces lo formas, a veces lo pierdes, aunque sólo sea de vista, a veces lo recuperas, a veces, ni te das cuenta de que está ahí, pero, el hogar, siempre está ahí. Porque al final, cuando todo sale bien —leía no hace mucho que, precisamente porque Dios convierte la cruz en Gloría, «Al final todo acaba bien y si no acaba bien es que todavía no es el final»— uno siempre termina volviendo al hogar, al que conoció y al que, cuando ya dejados atrás los años niños, desea y proyecta crear, poniendo en él todo su corazón. Uno, al final, estoy convencido de que termina regresando al hogar para que todo salga bien, igual que pienso que consiguió regresar aquel viejo y redimido Edward Hyde tras su membresía a tan magnánima liga y hacer algo de bien en este mundo.
Pasa con el hogar otra cosa muy curiosa, que es que cuando lo vemos y reconocemos en la distancia, lejos de ponernos tristes —quizá un poco melancólicos— nos alegra y da fuerzas. Pienso ahora en aquella otra escena de la película Dunkerque, de Nolan, cuando ese comandante de marina, encarnado por Kenneth Branagh, anhelando evacuar las tropas atrapadas entre los nazis y el Atlántico en aquellas playas de la Francia que se ocupaba, mira, una y otra vez, hacia el Canal y hacia Inglaterra. Creo que nunca hubo 47 millas náuticas (unos 87 km) tan largas, Dover y Dunkerque nunca estuvieron más lejos que durante aquella Operación Dinamo. «Prácticamente se ve», dice el coronel de infantería que le acompaña, señalando la línea del horizonte. Ahí está su tierra, su isla. Y, sin embargo, no es hasta que ve a través de sus prismáticos el amplio despliegue de embarcaciones de recreo que vienen a rescatarlos, bajo el peligroso vuelo de la Luftwaffe, cuando, al ser preguntado sobre qué diablos es eso que se acerca en la lejanía y con ese emocionarse tan teatral que tiene, cuando Branagh sentencia: «Home», que en el doblaje al castellano se adaptó como un «nuestro hogar». Está claro que cada una de aquellas pequeñas embarcaciones de recreo o pesqueras que poco a poco se acercaban a salvar a sus chicos en Dunkerque eran el hogar rescatando, protegiendo y cuidando.
Y ahora díganme ustedes, si no son así nuestros pequeños refugios; nuestros hogares cotidianos que nos refugian ante las inclemencias del tiempo y el espacio. ¿No creen ustedes que en esos momentos de zozobra, al coger nuestros prismáticos en busca de algo que nos rescate, no son los libros, la música, las películas, la gastronomía, algunas personas, la familia, los que van apareciendo, poco a poco, como con cuentagotas, a sacarnos de la línea de fuego, a salvarnos? Uno mira entonces y ve un humilde bote que hondea pabellón aquel libro al que volvemos una y otra vez; busca un poco más y encuentra una chalupa navegada por una colección nueva que hacer; seguimos a la derecha y aparece un velero con esa película de la que te sabes el guion entero al timón. Esas cosas son el hogar.
Últimamente, como ven, pienso mucho en el hogar, quizá porque lo he perdido, al menos de vista, y no consigo enfocar mi catalejo —no tengo siquiera binoculares— hacia embarcación hogareña que me rescate, quizá porque echo de menos sentirme más frecuentemente en él. Pero lo que tengo claro es que ese hogar, que ahora encuentro con infrecuencia, lo descubro fácilmente en el salón de mi casa al ver pasar por la pantalla de mi televisión, fotograma a fotograma, alguna de esas escenas favoritas en una de las películas que me hacen sentir, cuanto menos, invencible, intocable, irreductible. Un poco como aquellos galos que pusieron en jaque a todo un imperio romano; un poco como quien descubre un amor correspondido; un poco como quien regresa a casa después de un primer beso; un poco, en fin, como quien se siente en el hogar. Volvamos, entonces, a hablar, de cuando en cuando, de estas cosas felices y seguras; volvamos al cine; volvamos a esta trinchera, pues vuelve La Iberia, que es el hogar.
Por cierto, leo —con no poca nostalgia— que este jueves 2 de mayo cumplía 78 años el actor sir David Suchet, cuyo Hércules Poirot es un poco hogar para muchos de los lectores de esta gaceta. Así que, ¡larga vida a personaje e intérprete!