«¿Cuál es su nacionalidad?», preguntaba el mayor Heinrik Strasser
en mitad del humo del Rick’s Café Américain.
«Soy borracho», respondía Bogie, exagerando lo justo.
«Eso le hace ciudadano del mundo», añadía el Capitán Louis Renault.

El otro día se hizo viral el video de un gimnasito que durante una de esas cita concertadas en el programa First Dates, altivo y soberbio, interrogaba a modo de examen a la pobre desafortunada que consideraron adjudicar como compatible en los test que, digo yo, previamente harán los encargados del show. El chulito de turno inquiría sobre cuestiones nutricionales, de las que él se tenía por alto conocedor, a una compañera comensal que le explicaba, inútilmente, dedicarse a la profesión médica. Ése es el nivel que hoy en día tiene nuestra televisión nacional y me temo que en el resto del mundo la cosa sea un tanto parecida. Antes en la televisión uno podía encontrarse con debates de altura, programas que aportaban al pensamiento y donde descubrir algo para leer, para ver o para escuchar, incluso algo para darle un par de vueltas a la cabeza. Parece que hayamos olvidado que en los debates de la primera edición de Gran Hermano estaba el bueno de Gustavo Bueno allí, dando altura de pensamiento a la cosa.

Y yo pienso en lo socarrón y macabro de llevar este tipo de espectáculos a la televisión y haber prohibido tantas otras cosas que, quizá tan insalubres como ella, por lo menos no hacían daño intelectual. Porque hoy día no se puede hacer nada en la televisión, ni en el cine, si me apuran. Han prohibido fumar, han prohibido beber, han prohibido anunciar tabacos y bebidas en los deportes como en la Fórmula 1, han prohibido hasta ciertos deportes o los han condenado al ostracismo absoluto, piensen en el boxeo, por ejemplo, alegando no se qué incitación a la violencia. A mí todo eso me resulta un tanto curioso, pues he crecido viendo boxeo de madrugada con mi padre en la televisión sin sentir ahora, de mayor, impulsos de salir a la calle una mañana y ponerme a repartir a diestro y siniestro.  Y lo que es peor han desterrado de la pequeña pantalla el  debate de altura sobre política, cultura y la vida.

Permítaseme recordar ahora que el más notorio de los cebollazos nacionales, el de Fernando Arrabal, fue en el programa El mundo por montera, presentado por Sánchez Dragó. Fue en 1989 y tras un inconsciente descuido de los realizadores, el agua se volvió una especie de anisete de nombre toponímico, empapándose el estudio del programa de una inspiradora atmósfera etílica. Claro está que para quien se encuentra en pleno uso de sus facultades físicas y mentales, no hay lubricante como el agua de fuego. Y aquella noche Arrabal apuró el vaso, templó la garganta y ofreció, tal vez, el más excelso de los momentos de la televisión pública española. «Arrabal es un tío bajito. Una copa a él le hace lo mismo que a mí tres», se excusaba Dragó, tras aguantar estoicamente la escena. Pero para el televidente ibérico el concepto de milenarismo había venido, como quién dice, para quedarse. Fernando, la culpa fue del chinchón. Bendita pócima. Y aquella España era la España de Qué grande es el cine, donde Garci y sus contertulios ―¿quién no tiene la inagotable imagen de Miguel Marías con su pipa?― agotaban cigarrillos entre películas de Wilder y Ford y recuerdos del cine negro, de la screwball comedy y del Technicolor más maravilloso; la de La Clave, con José Luis Balbí; la de Tertulia con, en la casa de Fernando Fernán Gómez o la España de las entrevistas a la créme de la créme de Joaquín Soler Serrano en A fondo.

Y hubo de aquéllas, en el movimiento televisivo internacional, dos episodios que también son renombrados. Ambos ocurrieron en el programa francés Apostrophes, de Bernard Pivot. El primero fue nada más estrenar su programa, en el primer episodio. Pivot relata cómo contactó en Suiza con Vladimir Nabokov para proponerle un encuentro televisivo en París y grabar su primer capítulo. Nabokov, que era alcohólico conocido, alego que un programa de esa duración no lo soportaría sin un trago de whisky, pero que tampoco quería quedar ante el público como lo que era, por lo que se camuflaría como una taza de té que el presentador francés, mediado el programa, ofrecería al invitado escritor. Y así fue llegado el punto del programa. «¿Le pongo un poco de té», se ofreció. «Está un poco fuerte», respondió el ruso entre risas cómplices. El segundo empinar el codo más conocido del programa fue el de Charles Bukowski, años después, a quien el director y presentador francés tuvo que excusar con un «definitivamente, estos americanos no aguantan nada bien la botella».

Yo no sé si esta especie de hazañas bélicas entre alcohol y puro humo cabrerainfantiano sirven como aval para reivindicar el regreso del debate de altura a la televisión, aunque sea en diferido. Lo que pido es que rompamos con esta mala racha que es lo políticamente correcto y hablemos claro de una vez, de las cosas que importan, con esa complicidad que da sentarse a la barra de un bar amigo, donde nuestro interlocutor nos quiere y perdona nuestros pecados. Proclamemos, por eso, en voz alta y sin tartamudeos, la siguiente máxima: «las copas ―no necesariamente de vino― que nos tenemos o no que tomar, déjennos que nos las tomemos tranquilamente», con ese plural mayestático de papas, reyes y emperadores. Porque, aunque es un hecho que nadie se jubila de piripi, vale más permitir el regreso de las viandas y pasar a la historia de la caja tonta por un encontronazo con el milenarismo que seguir consumiendo a descerebrados impertinentes que sólo sirven para meme. Vamos, creo yo.

Iñako Rozas
Abogado. Dirijo «La Trinchera». Subrayo con regla, tomo el café en taza blanca y lo de enamorarse me pone nervioso. Hablo de cine y vida, valga la redundancia. Muy de Cary Grant.